enormes, después de haberse aco-razado para librarse de los proyectiles contrarios.
Cau-saban a otros el daño que no querían que los otros les causasen, siendo éste el principio
inmoral en que suele descansar todo el arte de la guerra.
1. Buques de la Armada americana.
Y si Barbicane fue el gran fundidor de proyectiles, Nicholl fue un gran forjador de
planchas. El uno fundía noche y día en Baltimore, y el otro forjaba día y noche en
Filadelfia. Los dos seguían una corriente de ideas esencialmente opuestas.
Apenas Barbicane inventaba una nueva bala, Ni-choll inventaba una nueva plancha. El
presidente del Gun Club pasaba su vida pensando en la manera de abrir agujeros, y el
capitán pasaba la suya pensando en la manera de impedirle que los abriera. He aquí el
origen de una rivalidad continua que se convirtió en odio per-sonal.
Nicholl se aparecía a Barbicane en sus sueños bajo la forma de una coraza impenetrable
contra la cual se es-trellaba, y Barbicane se aparecía en sus sueños a Nicholl como un
proyectil que le atravesaba de parte a parte.
Los dos sabios, si bien seguían dos líneas divergen-tes, se hubieran al fin encontrado a
pesar de todos los axiomas de geometría, pero se hubieran encontrado en el terreno del
duelo. Afortunadamente, aquellos dos ciudadanos, tan útiles a su país, se hallaban
separados uno de otro por una distancia de 50 a 60 millas, y sus amigos hacinaron en el
camino tantos obstáculos que no llegaron a encontrarse nunca.
Nose podía decir de una manera positiva cuál de los dos inventores había triunfado del otro.
Los resultados obtenidos volvían difícil una apreciación justa. Parecía, sin embargo, que al
fin la coraza había de ceder a la bala. Con todo, había dudas entre las personas
competentes. En los últimos experimentos, los proyectiles cilindro-cónicos de Barbicane se
clavaron como alfileres en las planchas de Nicholl, por cuyo motivo éste se creyó
vito-rioso, y atesoró para su rival una dosis inmensa de des-precio. Pero más adelante,
cuando Barbicane sustituyó las balas cónicas con simples granadas de seiscientas li-bras, el
presidente del Gun Club tomó su desquite. En efecto, aquellos proyectiles, aunque
animados de una velocidad regular, rompieron, taladraron, hicieron saltar en pedazos las
planchas del mejor metal.
A este punto habían llegado las cosas, y parecía que la bala había quedado victoriosa,
cuando terminó la gue-rra, y terminó precisamente el mismo día en que Nicholl concluía
una nueva coraza de hierro forjado, que era en su género una obra maestra, capaz de
burlarse de todos los proyectiles del mundo. El capitán la hizo trasladar al polígono de
Washington, desafiando a que la destruye-ran los proyectiles del presidente del Gun Club,
el cual, hecha la paz, se negó a la prueba.
Entonces Nicholl, furioso, ofreció exponer su plan-cha al choque de las balas más
inverosímiles, llenas o huecas, redondas o cónicas.