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Un enemigo para veinticinco millones de amigos
Los más insignificantes pormenores de la empresa del Gun Club excitaban el interés del
público america-no, que seguía uno tras otro todos los pasos de la comi-sión. Los menores
preparativos de tan colosal experi-mento, las cuestiones de cifras que provocaba, las
dificultades mecánicas que había que resolver, en una palabra, la ejecución del gran
proyecto le absorbía com-pletamente.
Más de un año había de mediar entre el principio y la conclusión de los trabajos, pero este
transcurso de tiem-po no podía ser estéril en emociones. La elección del sitio para la
construcción del molde, la fundición del colum-biad, su muy peligrosa carga, eran más que
suficientes para excitar la curiosidad pública. El proyectil, apenas disparado, desaparecería
en algunas décimas de segundo, sin ser accesible a mirada alguna; pero to que llegaría a ser
después, su manera de conducirse en el espacio y el mo-mento de llegar a la Luna, no
podían verlo con sus pro-pios ojos más que unos cuantos privilegiados. Así pues, los
preparativos del experimento, los pormenores preci-sos de la ejecución, constituían
entonces el verdadero in-terés, el interés general, el interés público.
Sin embargo, hubo un incidente que sobreexcitó de pronto el atractivo puramente científico.
Ya se sabe que el proyecto de Barbicane había agol-pado en torno de éste numerosas
legiones de admira-dores y amigos. Pero aquella mayoría, por grande, por extraordinaria
que fuese, no era la unanimidad. Un hombre, un solo hombre en todos los Estados de la
Unión, protestó contra la tentativa del Gun Club y la atacó con violencia en todas las
ocasiones que le pare-cieron oportunas. Es tal la naturaleza humana, que Bar-bicane fue
más sensible a esta oposición de uno solo que a los aplausos de todos los demás.
Y eso, pese a que conocía el motivo de semejante antipatía, y que conocía la procedencia de
aquella ene-mistad aislada, enemistad personal y antigua, fundada en una rivalidad de amor
propio.
El presidente del Gun Club no había visto ni una vez en la vida a aquel enemigo
perseverante, to que fue una dicha, porque el encuentro de aquellos dos hombres hubiera
tenido funestas consecuencias. Aquel rival de Barbicane era un sabio como él, de carácter
altivo, audaz, seguro de sí mismo, violento, un yanqui de pura sangre. Se llamaba capitán
Nicholl y residía en Filadelfia.
Nadie ignora la curiosa lucha que se empeñó duran-te la guerra federal entre el proyectil y
la coraza de los buques blindados, estando aquél destinado a atravesar a ésta y estando ésta
resuelta a no dejarse atravesar. De esta lucha nació una transformación de la marina en los
Estados de los dos continentes. La bala y la plancha lu-charon con un encarnizamiento sin
igual, la una crecien-do y la otra engrosando en una proporción constante. Los buques,
armados de formidables piezas, marchaban al combate al abrigo de su invulnerable concha.
El Me-rrimac, el Monitor, el Ram Tennessee, el Wechausen(1) lanzaban proyectiles