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Respecto a la altura que el astro de la noche puede alcanzar en el horizonte, la carta del observatorio de Cambridge ya había dicho cuanto podía desearse. To-dos sabían que la altura varía según la latitud del lugar desde el cual se observa. Pero las únicas zonas del globo en que la Luna pasa por el cenit, es decir, en que se colo-ca diariamente encima de la cabeza de los que la contem-plan, se hallan necesariamente comprendido entre el pa-ralelo 28 y el ecuador. De aquí la importancia suma de la recomendación de hacer el experimento desde un punto cualquiera de esta parte del globo, a fin de que el proyec-til pudiera avanzar perpendicularmente y sustraerse más pronto a la acción de la gravedad. Esta condición era esencial para el buen resultado de la empresa, y no deja-ba de preocupar vivamente a la opinión pública. En cuanto a la línea que sigue la Luna en su trasla-ción alrededor de la Tierra, el observatorio de Cambrid-ge se había expresado tan claramente que los más igno-rantes comprendieron que es una línea curva entrante, una elipse y no un círculo en que la Tierra ocupa uno de los focos. Estas órbitas elípticas son comunes a todos los planetas y a todos los satélites, y la mecánica racional prueba rigurosamente que no puede ser otra cosa. Para todos fue evidente que la Luna se halla to más lejos posi-ble de la Tierra estando en su apogeo y to más cerca en su perigeo. He aquí, pues, lo que todo americano sabía de grado o por fuerza, y to que nadie podía ignorar decentemen-te. Pero si muy fácil fue vulgarizar rápidamente estos principios, no lo fue tanto desarraigar muchos errores y ciertos miedos ilusorios. Algunas almas pacatas sostenían que la Luna era un antiguo cometa que, recorriendo su órbita alrededor del Sol, pasó junto a la Tierra y se detuvo en su círculo de atracción. Así pretendían explicar los astrónomos de sa-lón el aspecto ceniciento de la Luna, desgracia irrepara-ble de que acusaban al astro radiante. Verdad es que cuando se les hacía notar que los cometas tienen atmós-fera y que la Luna carece de ella o poco menos, se enco-gían de hombros sin saber qué responder. Otros, pertenecientes al gremio de los temerosos, manifestaban respecto de la Luna cierto pánico. Habían oído decir que, según las observaciones hechas en tiem-po de los califas, el movimiento de rotación de la Luna se aceleraba en cierta proporción, de to que dedujeron, ló-gicamente sin duda, que a una aceleración de movimien-to debía corres ponder una disminución de distancia en-tre los dos astros, y que prolongándose hasta lo infinito este doble efecto, la Luna, al fin y al cabo, había de cho-car con la Tierra. Debieron, sin embargo, tranquilizarse y dejar de temer por la suerte de las generaciones futuras cuando se les demostró que, según los cálculos del ilustre matemático francés Laplace, esta aceleración de movi-miento estaba contenida dentro de límites muy estre-chos, y que no tardaría en suceder a ella una disminución proporcional. El equilibrio del mundo solar no podía, por consiguiente, alterarse en los siglos venideros. Quedaba en último término la clase supersticiosa de los ignorantes, que no se contentan con ignorar, sino que saben lo que no es, y respecto de la Luna sabían de-masiado; algunos de ellos consideraban su disco como un bruñido espejo por cuyo medio se podían ver desde distintos puntos de la Tierra y comunicarse sus pensa-mientos. Otros pretendían que de las mil Lunas nuevas observadas, novecientas cincuenta habían acarreado no-tables