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colgada de la bóveda de cristal, si bien Tasio la conside-ró como un fragmento desprendido del disco solar; si bien Clearco, el discípulo de Aristóteles, hizo de ella un bruñido espejo en que se reflejaban las imágenes del océano; si bien otros, en fin, no vieron en ella más que una acumulación de vapores exhalados por la Tierra o un globo medio fuego, medio hielo, que giraba alrede-dor de sí mismo, algunos sabios, por medio de observa-ciones sagaces, a falta de instrumentos de óptica, sospe-charon la mayor parte de las leyes que rigen al astro de la noche. Tales de Mileto, seiscientos años antes de jesucristo, emitió la opinión de que la Luna estaba iluminada por el Sol. Aristarco de Samos dio la verdadera explicación de sus fases. Cleómedes enseñó que brillaba con una luz re-fleja. El caldeo Beroso descubrió que la duración de su movimiento de rotación era igual a la de su movimiento de traslación, y así explicó cómo la Luna presenta siem-pre la misma faz. Por último, Hiparco, dos siglos antes de la era cristiana, reconoció algunas desigualdades en los movimientos aparentes del satélite de la Tierra. Estas distintas observaciones se confirmaron des-pués, y de ellas sacaron partido nuevos astrónomos. To-lomeo, en el siglo ii, y el árabe Abul Wefa, en el siglo x, completaron las observaciones de Hiparco sobre las de-sigualdades que sufre la Luna siguiendo la línea tortuosa de su órbita, bajo la acción del Sol. Después, Copérnico, en el siglo XV, y Tycho Brahe, en el siglo XVI, expusieron completamente el sistema solar, y el papel que desempe-ña la Luna entre los cuerpos celestes. Ya en aquella época, sus movimientos estaban casi determinados; pero de su constitución física se sabía muy poca cosa. Entonces fue cuando Galileo explicó los fenómenos de luz producidos en ciertas fases por la existencia de montañas, a las que dio una altura media de 4.500 toesas. Después Hevelius, un astrónomo de Dantzig, rebajó a 2.600 toesas las mayores alturas, pero su compañero, Riccioli, las elevó a 7.000. A fines del siglo XVIII, Herschel, armado de un pode-roso telescopio, redujo mucho las precedentes medidas. Dio 2.900 toesas a las montañas más elevadas, y redujo por término medio las diferentes alturas a 400 toesas solamen-te. Pero Herschel se equivocaba también, y se necesitaron las observaciones de Schoeter, Louville, Halley, Nasmith, Bianchini, Pastor¡, Lohrman, Gruithuisen y, sobre todo, los minuciosos estudios de Beer y de Moedler, para resol-ver la cuestión de una manera definitiva. Gracias a los men-cionados sabios, la elevación de las montañas de la Luna se conoce en la actualidad perfectamente. Beer y Moedler han medido 1.905 alturas, de las cuales seis pasan de 2.600 toesas y veintidós pasan de 2.400.(1) La más alta cima sobre-sale de la superficie del disco lunar 3.801 toesas. 1. La altura del Mont Blanc e s de 4.813 metros sobre el nivel del mar.