primeros tiempos de la Creación. Estos planetas, enumerándolos por el orden de su
proxi-midad, son: Mercurio, Venus, Tierra, Marte, Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno.
Además, entre Marte y Jú-piter circulan regularmente otros cuerpos menos con-siderables,
restos errantes tal vez de un astro hecho pe-dazos, de los cuales el telescopio ha reconocido
ya ochenta y dos.(1)
1. Algunos de estos asteroides son tan pequeños, que a paso gim-nástico, se podría dar una
vuelta a su alrededor en un solo día.
De estos servidores que el Sol mantiene en su órbita elíptica por la gran ley de la
gravitación, algunos poseen también sus satélites. Urano tiene ocho; Saturno otros tantos;
Júpiter, cuatro; Neptuno, tres; la Tierra, uno. Este último, uno de los menos importantes del
mundo solar, se llama Luna, y es el que el genio audaz de los americanos pretendía
conquistar.
El astro de la noche, por su proximidad relativa y el espectáculo rápidamente renovado de
sus diversas fa-ses, compartió con el Sol, desde los primeros días de la humanidad, la
atención de los habitantes de la Tierra. Pero el Sol ofende los ojos al mirarlo, y los torrentes
de luz que despide obligan a cerrarlos a los que los con-templan.
La plácida Febe, más humana, se deja ver compla-ciente con su modesta gracia; agrada a la
vista, es poco ambiciosa y, sin embargo, se permite alguna vez eclipsar a su hermano, el
radiante Apolo, sin ser nunca eclipsada por él. Los mahometanos, comprendiendo el
reconoci-miento que debían a esta fiel amiga de la Tierra, han re-gulado sus meses en base
a su revolución.(1)
1. La revolución de la Luna dura unos veintisiete días y medio.
Los primeros pueblos tributaron un culto muy pre-ferente a esta casta deidad. Los egipcios
la llamaban Isis; los fenicios, Astarté; los griegos la adoraron bajo el nombre de Febe, hija
de Latona y de Júpiter, y explica-ban sus eclipses por las visitas misteriosas de Diana al
bello Endimión. Según la leyenda mitológica, el león de Nemea recorrió los campos de la
Luna antes de su apari-ción en la Tierra, y el poeta Agesianax, citado por Plu-tarco, celebró
en sus versos aquella amable boca, aque-lla nariz encantadora, aquellos dulces ojos,
formados por las partes luminosas de la adorable Selene.
Pero si bien los antiguos comprendieron a las mil maravillas el carácter, el temperamento,
en una palabra, las cualidades morales de la Luna bajo el punto de vista mitológico, los más
sabios que había entre ellos perma-necieron muy ignorantes en selenografía.
Sin embargo, algunos astrónomos de épocas remo-tas descubrieron ciertas particularidades
confirmadas actualmente por la ciencia. Si bien los acadios preten-dieron haber habitado la
Tierra en una época en que la Luna no existía aún, si bien Simplicio la creyó inmóvil y