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proyectil dotado de una velocidad inicial de doce mil yardas(1) por segundo, y dirigido hacia la Luna, llegará necesariamente a ella. Tengo, pues, distin-guidos y bravos colegas, el honor de proponeros que intentemos este pequeño experimento. 1. Unos once mil metros. III Efectos de la comunicación de Barbicane Es imposible describir el efecto producido por las últimas palabras del ilustre presidente. ¡Qué gritos! ¡Qué vociferaciones! ¡Qué sucesión de vítores, de hu-rras, de ¡hip, hip! y de todas las onomatopeyas con que el entusiasmo condimenta la lengua americana! Aquello era un desorden, una barahúnda indescriptible. Las bo-cas gritaban, las manos palmoteaban, los pies sacudían el entarimado de los salones. Todas las armas de aquel mu-seo de artillería, disparadas a la vez, no hubieran agitado con más violencia las ondas sonoras. No es extraño. Hay artilleros casi tan retumbantes como sus cañones. Barbicane permanecía tranquilo en medio de aque-llos clamores entusiastas. Sin duda quería dirigir aún al-gunas palabras a sus colegas, pues sus gestos reclamaron silencio y su timbre fulminante se extenuó a fuerza de detonaciones. Ni siquiera se oyó. Luego le arrancaron de su asiento, le llevaron en triunfo, y pasó de las manos de sus fieles camaradas a los brazos de una muchedum-bre no menos enardecida. No hay nada que asombre a un americano. Se ha re-petido con frecuencia que la palabra imposible no es francesa: los que tal han dicho han tomado un dicciona-rio por otro. En América todo es fácil, todo es sencillo, y en cuanto a dificultades mecánicas, todas mueren antes de nacer. Entre el proyecto de Barbicane y su realiza-ción, no podía haber un verdadero yanqui que se permi-tiese entrever la apariencia de una dificultad. Cosa dicha, cosa hecha. El paseo triunfal del presidente se prolongó hasta muy entrada la noche. Fue una verdadera marcha a la luz de innumerables antorchas. Irlandeses, alemanes, fran-ceses, escoceses, todos los individuos heterogéneos de que se compone la población de Maryland gritaban en su lengua materna, y los vítores, los hurras y los bravos se mezclaban en un confuso a inenarrable estrépito. Precisamente la Luna, como si hubiese comprendi-do que era de ella de quien se trataba, brillaba entonces con serena magnificencia, eclipsando con su intensa irradiación las luces circundantes. Todos los yanquis di-rigían sus miradas a su centelleante disco. Algunos la sa-ludaron con la mano, otros la llamaban con los dictados más halagüeños; éstos la medían con la mirada, aquellos la amenazaban con el puño, y en las cuatro horas que median entre las ocho y las doce de la noche, un óptico de Jones Fall labró su fortuna vendiendo anteojos. El as-tro de la noche era mirado con tanta avidez como una hermosa dama de alto copete. Los americanos hablaban de él como si fuesen sus propietarios. Hubierase dicho que la casta Diana pertenecía ya a aquellos audaces con-quistadores y formaba parte del territorio de la Unión. Y sin embargo, no se trataba más que de enviarle un pro-yectil,