un globo lleno de un gas extraído del ázoe, treinta y siete veces más ligero que el
hidrógeno, alcanzó la Luna des-pués de un viaje aéreo de diecinueve días. Aquel viaje, to
mismo que las precedentes tentativas, era simple-mente imaginario, y fue obra de un
escritor popular de América, de un ingenio extraño y contemplativo, de Edgard Poe.
¡Viva Edgard Poe!
exclamó la asamblea, electriza-da por las palabras de su presidente.
Nada más digno repuso Barbicane de esas tenta-tivas que llamaré puramente
literarias, de todo punto in-suficientes para establecer relaciones formales con el as-tro de la
noche. Debo, sin embargo, añadir que algunos caracteres prácticos trataron de ponerse en
comunica-ción con él, y así es que, años atrás, un geómetra alemán propuso enviar una
comisión de sabios a los páramos de Siberia. A11í, en aquellas vastas llanuras, se debían
trazar inmensas figuras geométricas, dibujadas por medio de reflectores luminosos, entre
otras el cuadrado de la hi-potenusa, llamado vulgarmente en Francia el puente de los asnos.
Todo ser inteligente decía el geómetra debe comprender el destino científico de esta
figura. Los sele-nitas, si existen, responderán con una figura semejante, y una vez
establecida la comunicación, fácil será crear un alfabeto que permita conversar con los
habitantes de la Luna.» Así hablaba el geómetra alemán, pero no se ejecutó su proyecto, y
hasta ahora no existe ningún lazo di-recto entre la Tierra y su satélite. Pero está reservado al
genio práctico de los americanos ponerse en relación con el mundo sideral. El medio de
llegar a tan importan-te resultado es sencillo, fácil, seguro, infalible, y él va a ser el objeto
de mi proposición.
Un gran murmullo, una tempestad de exclamacio-nes acogió estas palabras. No hubo entre
los asistentes uno solo que no se sintiera dominado, arrastrado, arre-batado por las palabras
del orador.
¡Atención! ¡Atención! ¡Silencio!
gritaron por to-das partes.
Calmada la agitación, Barbicane prosiguió con un a voz más grave su interrumpido
discurso.
Ya sabéis dijo cuántos progresos ha hecho la ba-lística de algunos años a esta parte y
a qué grado de per-fección hubieran llegado las armas de fuego, si la guerra hubiese
continuado. No ignoráis tampoco que, de una manera general, la fuerza de resistencia de los
cañones y el poder expansivo de la pólvora son ilimitados. Pues bien, partiendo de este
principio, me he preguntado a mí mismo si, por medio de un aparato suficiente, realizado
con unas determinadas condiciones de resistencia, sería posible enviar una bala a la Luna.
A estas palabras, un grito de asombro se escapó de mil pechos anhelantes, y hubo luego un
momento de si-lencio, parecido a la profunda calma que precede a las grandes tormentas. Y
en efecto, hubo tronada, pero una tronada de aplausos, de gritos, de clamores que hicieron
retemblar el salón de sesiones. El presidente quería ha-blar y no podía. No consiguió
hacerse oír hasta pasados diez minutos.
Dejadme concluir repuso tranquilamente . He examinado la cuestión bajo todos sus
aspectos, la he abordado resueltamente, y de mis cálculos indiscutibles resulta que todo