desconoci-do. Comprendedme, apoyadme con todo vuestro po-der, y os conduciré a su
conquista, y su nombre se unirá a los de los treinta y seis Estados que forman este gran país
de la Unión.(1)
1. Número de los que entonces formaban los Estados Unidos de América del Norte.
¡Viva la Luna!
exclamó el Gun Club confundien-do en una sola todas sus voces.
Mucho se ha estudiado la Luna repuso Barbica-ne ; su masa, su densidad, su peso, su
volumen, su cons-titución, sus movimientos, su distancia, el papel que en el mundo solar
representa están perfectamente determinados; se han formado mapas selenográficos con
una perfección igual y tal vez superior a la de las cartas te-rrestres, habiendo la fotografía
sacado de nuestro satéli-te pruebas de una belleza incomparable. En una palabra, se sabe de
la Luna todo lo que las ciencias matemáticas, la astronomía, la geología y la óptica pueden
saber; pero hasta ahora no se ha establecido comunicación directa con ella.
Un vivo movimiento de interés y de sorpresa acogió esta frase del orador.
Permitidme prosiguió recordaros, en pocas pa-labras, de qué manera ciertas cabezas
calientes, embar-cándose para viajes imaginarios, pretendieron haber pe-netrado los
secretos de nuestro satélite. En el siglo XVII, un tal David Fabricius se vanaglorió de haber
visto con sus propios ojos habitantes en la Luna. En 1649, un fran-cés llamado Jean
Baudoin, publicó el Viaje hecho al mun-do de la Luna por Domingo González, aventurero
espa-ñol. En la misma época, Cyrano de Bergerac publicó la célebre expedición que tanto
éxito obtuvo en Francia. Más adelante, otro francés (los franceses se ocupan mu-cho de la
Luna), llamado Fontenelle, escribió la Plurali-dad de los mundos, obra maestra en su
tiempo, pero la ciencia, avanzando, destruye hasta las obras maestras. Hacia 1835, un
opúsculo traducido del New York Ame-rican nos dijo que sir John Herschell, enviado al
cabo de Buena Esperanza para ciertos estudios astronómicos, consiguió, empleando al
efecto un telescopio perfeccio-nado por una iluminación interior, acercar la Luna a una
distancia de ochenta yardas.(1) Entonces percibió distin-tamente cavernas en que vivían
hipopótamos, verdes montañas veteadas de oro, carneros con cuernos de marfil, corzos
blancos y habitantes con alas membrano-sas como las del murciélago. Aquel folleto, obra
de un americano llamado Locke, alcanzó un éxito prodigioso. Pero luego se reconoció que
todo era una superchería de la que fueron los franceses los primeros en reírse.
1. La yarda equivale a 0,91 metros.
¡Reírse de un americano!
exclamó J. T. Maston . ¡He aquí un casus belli!
Tranquilizaos, mi digno amigo; los franceses, antes de reírse de nuestro compatriota,
cayeron en el lazo que él les tendió haciéndoles comulgar con ruedas de mo-lino. Para
terminar esta rápida historia, añadiré que un tal Hans Pfaal, de Rotterdam, ascendiendo en