El tiempo, hasta entonces tan sereno, se echó a per-der de pronto; el cielo se cubrió de
oscuras nubes. ¿Po-día suceder otra cosa, después de la revolución terrible que
experimentaron las capas atmosféricas y de la dis-persión de la cantidad enorme de vapores
procedentes de la deflagración de 400.000 libras de piróxilo? Todo el orden natural se había
perturbado, to que no puede asombrar a los que saben que con frecuencia en los com-bates
navales se ha visto modificarse de pronto el estado atmosférico por las descargas de la
artillería.
El Sol, al día siguiente, se levantó en un horizonte cargado de espesas nubes, que formaban
entre el cielo y la tierra una pesada a impenetrable cortina que se exten-dió
desgraciadamente hasta las regiones de las montañas Rocosas.
Fue una fatalidad. De todas partes del globo se elevó un concierto de reclamaciones. Pero la
naturaleza no hizo de ellas ningún caso, y justo era, ya que los hom-bres habían turbado la
atmósfera con su cañonazo, que sufriesen las consecuencias.
Durante el primer día, no hubo quien no tratase de penetrar el velo opaco de las nubes, pero
todos perdie-ron el tiempo miserablemente. Además, todos miraban erróneamente al cielo,
pues, a consecuencia del movi-miento diurno del globo, el proyectil debía necesaria-mente
pasar entonces por la línea de los antípodas.
Como quiera que sea, cuando la Tierra quedó envuel-ta en las tinieblas de una noche
impenetrable y profunda, fue imposible percibir la Luna levantada en el horiz