La detonación del columbiad fue acompañada de un verdadero terremoto. Florida sintió la
sacudida hasta el fondo de sus entrañas. Los gases de la pólvora, dilatados por el calor,
rechazaron con incomparable violencia las capas atmosféricas, y aquel huracán artificial,
cien veces más rápido que el huracán de las tormentas, cruzó el aire como una tromba.
Ni un solo espectador quedó en pie. Hombres, mu-jeres, niños, todos fueron derribados
como espigas sa-cudidas por el viento de la tempestad; hubo un tumulto formidable;
muchas personas al caer se hirieron grave-mente; y J. T. Maston, que imprudentemente se
colocó demasiado cerca de la pieza, fue arrojado a 20 toesas y pasó como una bala por
encima de la cabeza de sus conciudadanos. Trescientas mil personas quedaron
momentáneamente sordas y como heridas de estupor.
La corriente atmosférica, después de haber derriba-do barracas, hundido chozas,
desarraigado árboles en un radio de 20 millas, arrojado los trenes de los raíles, hasta
Tampa, cayó sobre esta ciudad como un alud, y destruyó un centenar de edificios, entre
otros la iglesia de Santa María y el nuevo palacio de la bolsa, que se agrietó en toda su
longitud. Algunos buques del puerto, chocando unos contra otros, se fueron a pique y diez
embarcaciones, ancladas en la rada, se estrellaron en la costa, después de haber roto sus
cadenas como si fuesen hebras de algodón.
Pero el círculo de las devastaciones se extendió más lejos aún, y más allá de los límites de
los Estados Uni-dos. El efecto de la repercusión, ayudada por los vientos del Oeste, se dejó
sentir en el Atlántico a más de 300 mi-llas de las playas americanas. Una tempestad ficticia,
una tempestad inesperada, que no había podido prever el al-mirante Fitz Roy, puso en
dispersión su escuadra; y mu-chos buques, envueltos en espantosos torbellinos que no les
dieron tiempo de cargar ni rizar una sola vela, zo-zobraron en un instante, entre ellos el
Child Herald, de Liverpool, lamentable catástrofe que fue objeto de las más vivas
reclamaciones de la prensa de la Gran Bre-taña.
En fin, y para decirlo todo, si bien el hecho no tiene más garantía que la afirmación de
algunos indígenas, media hora después de la partida del proyectil, algunos habitantes de
Gorea y de Sierra Leona pretendieron ha-ber percibido una conmoción sorda, última
vibración de las ondas sonoras que, después de haber atravesado el Atlántico, iba a morir en
las costas africanas.
Pero volvamos a Florida. Pasado el primer instante del tumulto, los heridos, los sordos,
todos los que com-ponían la multitud, salieron de su asombro y lanzaron gritos frenéticos,
vitoreando a Ardan, a Barbicane y a Nicholl. Millones de hombres, armados de telescopios
y anteojos de largo alcance, interrogaban el espacio, olvi-dando las contusiones para no
pensar mas que en el pro-yectil. Pero to buscaban en vano. No se le podía ya dis-tinguir, y
era preciso resignarse a aguardar a que llegaran los telegramas de Long's Peak. El director
del observa-torio de Cambridge ocupaba su puesto en las montañas Rocosas, siendo él,
astrónomo hábil y perseverante, a quien se habían confiado las observaciones.
Pero un fenómeno imprevisto, aunque fácil de pre-ver, y contra el cual nada podían los
hombres, sometió la impaciencia pública a una ruda prueba.