Test Drive | Page 124

Nicholl, Barbicane y Michel Ardan se hallaban defi-nitivamente encerrados en su vagón de metal. ¿Quién sería capaz de pintar la ansiedad universal llegada entonces a su paroxismo? La Luna avanzaba en un firmamento de límpida pureza, apagando al pasar el centelleo de las estrellas. Re-corría entonces la constelación de Géminis, y se hallaba casi a la mitad del camino del horizonte y el cenit. No había, pues, quien no pudiese comprender fácilmente que se apuntaba delante del objeto, como apunta el ca-zador delante de la liebre que quiere matar y no a la lie-bre misma. Un silencio imponente y aterrador pesaba sobre toda la escena. ¡Ni un soplo de viento en la tierra! ¡Ni un soplo en los pechos! Los corazones no se atrevían a pal-pitar. Todas las miradas convergían azoradas en la boca del columbiad. Murchison seguía con la vista la manecilla de su cro-nómetro. Apenas faltaban cuarenta segundos para el momento de la partida, y cada uno de ellos duraba un siglo. Hubo al vigésimo un estremecimiento universal, y no hubo uno solo en la multitud que no pensase que los audaces viajeros encerrados en el proyectil contaban también aquellos terribles segundos. Se escaparon gritos aislados. ¡Treinta y cinco! ¡Treinta y seis! ¡Treinta y siete! ¡Treinta y ocho! ¡Treinta y nueve! ¡Cuarenta! ¡Fuego! Inmediatamente, Murchison, apretando con el dedo el interruptor del aparato, estableció la corriente y lanzó la chispa eléctrica al fondo del co