Nicholl, Barbicane y Michel Ardan se hallaban defi-nitivamente encerrados en su vagón de
metal.
¿Quién sería capaz de pintar la ansiedad universal llegada entonces a su paroxismo?
La Luna avanzaba en un firmamento de límpida pureza, apagando al pasar el centelleo de
las estrellas. Re-corría entonces la constelación de Géminis, y se hallaba casi a la mitad del
camino del horizonte y el cenit. No había, pues, quien no pudiese comprender fácilmente
que se apuntaba delante del objeto, como apunta el ca-zador delante de la liebre que quiere
matar y no a la lie-bre misma.
Un silencio imponente y aterrador pesaba sobre toda la escena. ¡Ni un soplo de viento en la
tierra! ¡Ni un soplo en los pechos! Los corazones no se atrevían a pal-pitar. Todas las
miradas convergían azoradas en la boca del columbiad.
Murchison seguía con la vista la manecilla de su cro-nómetro. Apenas faltaban cuarenta
segundos para el momento de la partida, y cada uno de ellos duraba un siglo.
Hubo al vigésimo un estremecimiento universal, y no hubo uno solo en la multitud que no
pensase que los audaces viajeros encerrados en el proyectil contaban también aquellos
terribles segundos. Se escaparon gritos aislados.
¡Treinta y cinco! ¡Treinta y seis! ¡Treinta y siete! ¡Treinta y ocho! ¡Treinta y nueve!
¡Cuarenta! ¡Fuego!
Inmediatamente, Murchison, apretando con el dedo el interruptor del aparato, estableció la
corriente y lanzó la chispa eléctrica al fondo del co