puntos, y, en-tretanto, la blanca Febe, brillando pacíficamente en un cielo admirable,
acariciaba la multitud con sus rayos más afectuosos.
En aquel momento se presentaron los intrépidos viajeros. Se centuplicó a su llegada el
general clamoreo. Unánime a instantáneamente el himno nacional de los Estados Unidos se
escapó de todos los pechos anhelan-tes, y el Yankee doodle, cantado a coro por cinco
millo-nes de voces, se elevó como una tempestad sonora hasta los últimos límites de la
atmósfera.
Después de este irresistible arranque, el himno cesó; las últimas armonías se extinguieron
poco a poco, las notas se perdieron y disiparon en el espacio, un rumor silencioso flotó
sobre aquella multitud tan profunda-mente impresionada.
Sin embargo, el francés y los dos americanos habían entrado en el recinto reservado, a cuyo
alrededor se agolpaba la inmensa muchedumbre. Les acompañaban los miembros del
Gun Club y delegaciones enviadas por los observatorios europeos. Barbicane, frío y
sere-no, daba tranquilamente sus últimas órdenes. Nicholl, con los labios apretados y las
manos cruzadas a la espal-da, andaba con paso firme y mesurado. Michel Ardan, siempre
despreocupado, en traje de perfecto viajero, con las polainas de cuero, con la bolsa de
camino colgada del hombro y el cigarro en la boca, distribuía, al pasar, sen-dos apretones
de manos con una prodigalidad de prínci-pe. Su verbosidad era inagotable. Alegre, risueño,
dicha-rachero, hacía al digno J. T. Maston muecas de pilluelo. En una palabra, era francés,
y, to que es peor aún, pari-siense hasta la médula.
Dieron las diez. Había llegado el momento de colo-carse en el proyectil, pues la maniobra
necesaria para ba-jar a él, atornillar la tapa y quitar las grúas y los anda-mios inclinados
sobre la boca del columbiad, exigían algún tiempo.
Barbicane había arreglado su cronómetro, que no discrepaba una décima de segundo del
reloj del ingenie-ro Murchison, encargado de prender fuego a la pólvora por medio de la
chispa eléctrica. De esta manera los via-jeros encerrados en el proyectil podrían seguir
también con su mirada la impasible manecilla hasta que marcase el instante preciso de su
partida.
Había, pues, llegado el momento de la despedida. La escena fue patética, y hasta el mismo
Michel Ardan, no obstante su jovialidad febril, se sintió conmovido. J. T. Maston había
hallado bajo sus párpados secos una anti-gua lágrima que reservaba sin duda para aquella
ocasión, y la vertió en el rostro de su querido y bravo presidente.
¡Si yo partiese!
dijo . ¡Aún es tiempo!
¡Imposible, mi querido amigo Maston!
respondió Barbicane.
Algunos instantes después, los tres compañeros ocupaban su puesto en el proyectil y habían
ya atorni-llado interiormente la tapa. La boca del columbiad, ente-ramente despejada, se
abría libremente hacia el cielo.