El tiempo era magnífico. A pesar de aproximarse el invierno, el Sol resplandecía y bañaba
con sus radiantes efluvios la Tierra, que tres de sus habitantes iban a aban-donar en busca
de un nuevo mundo.
¡Cuántas gentes durmieron mal durante la noche que precedió a aquel día tan
impacientemente deseado! ¡Cuántos pechos estuvieron oprimidos bajo el peso de una
ansiedad penosa! ¡Todos los corazones palpitaron inquietos, a excepción del de Michel
Ardan! Este impa-sible personaje iba y venía con su habitual movilidad, pero nada
denunciaba en él una preocupación insólita. Su sueño había sido pacífico, como el de
Turena al pie del cañón, antes de la batalla.
Después que amaneció, una innumerable muche-dumbre cubría las praderas que se
extienden hasta per-derse de vista alrededor de Stone's Hill. Cada cuarto de hora, el
ferrocarril de Tampa acarreaba nuevos curiosos. La inmigración tomó luego proporciones
fabulosas y, según los registros del Tampa Town Observer durante aquella memorable
jornada, hollaron con su pie el suelo de Florida alrededor de cinco millones de
espectadores.
Un mes hacía que la mayor parte de aquella multi-tud vivaqueaba alrededor del recinto, y
echaba los ci-mientos de una ciudad que se llamó después Ardan's Town. Erizaban la
llanura barracas, cabañas, bohíos, tiendas, toldos, rancherías, y estas habitaciones efímeras
abrigaron una población bastante numerosa para causar envidia a las mayores ciudades de
Europa.
Allí tenían representantes todos los pueblos de la Tierra; a11í se hablaban a la vez todos los
dialectos del mundo. Reinaba la confusión de lenguas, como en los tiempos bíblicos de la
torre de Babel. Allí las diversas clases de la sociedad americana se confundían en una
igualdad absoluta. Banqueros, labradores, marinos, co-merciantes, corredores, plantadores
de algodón, nego-ciantes; banqueros y magistrados se codeaban con una sencillez
primitiva. Los criollos de Luisiana fraterniza-ban con los terratenientes de Indiana; los
aristócratas de Kentucky y de Tennessee, los virginianos elegantes y al-taneros, departían
de igual a igual con los cazadores me-dio salvajes de los lagos y con los traficantes de
bueyes de Cincinnati. Cubrían unos su cabeza con sombreros de castor, de anchas alas,
otros con el clásico panamá; quién, vestía pantalones azules de algodón; quién, iba ataviado
con elegantes blusas de lienzo crudo; unos cal-zaban botines de colores brillantes; otros
ostentaban ex-travagantes chorreras de batista y hacían centellear en su camisa, en sus
bocamangas, en su corbata, en sus diez dedos, y hasta en los lóbulos de sus orejas, todo un
sur-tido de sortijas, alfileres, brillantes, cadenas, aretes y otras zarandajas cuyo valor era
igual a su mal gusto. Mujeres, niños, criados, con trajes no menos opulentos, acompañaban,
seguían, precedían, rodeaban a estos ma-ridos, estos padres, estos señores, que parecían
jefes de tribu en medio de sus innumerables familias.
A la hora de comer era de ver cómo aquella multitud se precipitaba sobre los platos típicos
del Sur y cómo de-voraba, con un apetito capaz de producir una escasez de alimentos en
Florida, manjares que repugnarían a un es-tómago europeo, tales como ranas en pepitoria,
monos estofados, fischower,(1) didelfo frito, zorra casi cruda, o magras de oso asadas a la
parrilla.