descargado por ope-rarios que andaban descalzos, y cada cartucho era trans-portado a la
boca del columbiad, bajándolo al fondo por medio de grúas movidas a brazo. Se habían
alejado todas las máquinas de vapor, y apagado todo fuego a dos mi-llas a la redonda.
Bastantes dificultades había en preser-var aquellas cantidades de fulmicotón de los ardores
del sol, aunque fuese en noviembre.
Así es que se trabajaba principalmente de noche a la claridad de una luz producida en el
vacío, la cual, por medio de los aparatos de Ruhmkorff, creaba un día arti-ficial hasta el
fondo del columbiad. Allí se colocaban los cartuchos con perfecta regularidad y se unían
entre sí por medio de un hilo metálico destinado a llevar simul-táneamente la chispa
eléctrica al centro de cada uno de ellos.
En efecto, el fuego debía comunicarse al algodón pólvora por medio de la pila. Todos los
hilos, cubiertos de una materia aislante, venían a reunirse en uno solo, convergiendo de un
pequeño orificio abierto a la altura del proyectil; por aquel agujero atravesaban la gruesa
pared de fundición y subían a la superficie del suelo por uno de los respiraderos del
revestimiento de piedra con-servado con este objeto. Llegado ya a la cúspide de Sto-ne's
Hill, el hilo, que estaba sostenido por postes, a ma-nera de los hilos telegráficos, en un
trayecto de dos millas, se unía a una poderosa pila de Bunsen pasando por un aparato
interruptor. Bastaba, pues, pulsar con el. dedo el botón del aparato para establecer
instantánea-mente la corriente y prender fuego a las 400.000 libras de fulmicotón. Noes
necesario decir que la pila no debía entrar en funcionamiento hasta el último instante.
El 28 de noviembre, los 800 cartuchos estaban de-bidamente colocados en el fondo del
columbiad. Esta parte de la operación se había llevado a cabo felizmen-te. ¡Pero cuántas
zozobras, cuántas inquietudes, cuán-tos sobresaltos había sufrido el presidente Barbicane!
¡Cuántas luchas había tenido que sostener! En vano ha-bía prohibido la entrada en Stone's
Hill; todos los días los curiosos armaban escándalos en las empalizadas, al-gunos, llevando
la imprudencia hasta la locura, fumaban en medio de las cargas de fulmicotón. Barbicane se
po-nía furioso y to mismo J. T. Maston, que echaba a los in-trusos con la mayor energía, y
recogía las colillas de cigarro que los yanquis tiraban de cualquier modo. La ta-rea era ruda,
porque pasaban de 300.000 individuos los que se agrupaban alrededor de las empalizadas.
Michel Ardan se había ofrecido a escoltar los cajones hasta la boca del columbiad; pero
habiéndole sorprendido a él mismo con un enorme cigarro en la boca, mientras per-seguía a
los imprudentes a quienes daba mal ejemplo, el presidente del Gun Club vio que no podía
contar con un fumador tan empedernido, y, en lugar de nombrarle vigilante, ordenó que
fuese vigilado muy especialmente.
En fin, como hay un Dios para los artilleros, el co-lumbiad se cargó y todo fue a pedir de
boca. Mucho peligro corría el capitán Nicholl de perder su tercera apuesta.
Aún había que introducir el proyectil en el colum-biad y colocarlo sobre el fulmicotón.
Pero antes de proceder a esta operación, se dispusie-ron con orden.en el vagón proyectil los
objetos que el viaje requería. Éstos eran bastante numerosos; y, si se hubiese dejado hacer a
Michel Ardan, habrían ocupado muy pronto todo el espacio reservado a los viajeros. Na-die