los centros de población, en medio de regiones salvajes en que cada pormenor de la
existencia se convierte en un problema casi insoluble. Y el genio de los americanos triunfó
de tantos y tan inmensos obstáculos. Menos de un año después de haberse principiado los
trabajos, en los últimos días del mes de septiembre, el gigantesco re-flector levantaba en el
aire un tubo de 380 pies. Estaba suspendido de un enorme andamio de hierro, permitien-do
un mecanismo ingenioso dirigirlo fácilmente hacia todos los puntos del cielo y seguir los
astros de uno a otro horizonte durante su marcha por el espacio.
Había costado más de 400.000 dólares. La primera vez que se enfocó a la Luna, los
observadores experi-mentaron una sensación de curiosidad a inquietud a un mismo tiempo.
¿Qué iban a descubrir en el campo de aquel telescopio que aumentaba cuarenta y ocho mil
ve-ces los objetos observados? ¿Poblaciones? No, nada que la ciencia no conociese ya, y en
todos los puntos de su disco la naturaleza volcánica de la Luna pudo determi-narse con una
precisión absoluta.
Pero el telescopio de las montañas Rocosas, antes de prestar sus servicios al Gun Club, los
prestó inmensos a la astronomía. Gracias a su poder de penetración, las profundidades del
cielo fueron sondeadas hasta los últi-mos límites, se pudo medir rigurosamente el diámetro
aparente de un gran número de estrellas, y el señor Clar-ke, del observatorio de Cambridge,
descompuso la ne-bulosa del Cangrejo, en la constelación del Toro, que no había podido
reducir jamás el reflector de lord Rosse.
XXV
Últimos pormenores
Había llegado el 22 de noviembre, y diez días des-pués d