tuercas interiores. Así el aire contenido en el proyectil no podía escaparse, y eran posibles
las observaciones.
Todos estos mecanismos, admirablemente estableci-dos, funcionaban con la mayor
facilidad, y los ingenie-ros no se habían mostrado menos inteligentes en todos los
accesorios del vagón proyectil.
Recipientes, sólidamente sujetos, estaban destinados a contener el agua y los víveres que
necesitaban los tres viajeros. Éstos podían procurarse hasta fuego y luz por medio de gas
almacenado en un receptáculo especial, bajo una presión de varias atmósferas. Bastaba dar
vuelta a una llave para que durante seis días el gas alumbrase y calenta-se el tan cómodo
vehículo. Se ve, pues, que nada faltaba de lo esencial a la vida, y hasta al bienestar.
Además, gra-cias a los instintos de Michel Ardan, a lo útil se juntó lo agradable, bajo la
forma de objetos artísticos. Si no le hu-biese faltado espacio, Michel hubiera hecho de su
pro-yectil un verdadero taller de artista. Se engañaría, sin em-bargo, el que creyese que tres
personas debían it en tal torre de metal apretadas como sardinas en un barril. Te-nían a su
disposición una superficie de 54 pies cuadrados sobre 10 de altura, to que permitía a sus
huéspedes cierta holgura en sus movimientos. No hubieran estado tan có-modos en ningún
vagón de los Estados Unidos.
Resuelta la cuestión de los víveres y del alumbrado, quedaba en pie la cuestión del aire. Era
evidente que el aire encerrado en el proyectil no bastaría para la respira-ción de los viajeros
durante cuatro días, pues cada hom-bre consume en una hora casi todo el oxígeno
contenido en 10 libras de aire. Barbicane, con sus dos compañeros y dos perros que quería
llevarse, debía consumir cada veinticuatro horas 2.400 libras de oxígeno, o, a poca
diferencia, unas siete libras en peso. Era, pues, preciso renovar el aire del proyectil.
¿Cómo? Por un procedi-miento muy sencillo: el de los señores Reisset y Reg-nault,
indicado por Michel Ardan en el curso de la dis-cusión durante la reunión.
Se sabe que el aire se compone principalmente de veintiuna partes de oxígeno y setenta y
nueve de ázoe. ¿Qué sucede en el acto de la respiración? Un fenómeno muy sencillo. El
hombre absorbe oxígeno del aire, emi-nentemente propio para alimentar la vida, y deja el
ázoe intacto. El aire espirado ha perdido cerca de un cinco por ciento de su oxígeno y
contiene entonces un volu-men aproximado de ácido carbónico, producto definiti-vo de la
combustión de los elementos de la sangre por el oxígeno inspirado. Sucede, pues, que en un
medio cerra-do, y pasado cierto tiempo, todo el oxígeno del aire es reemplazado por el
ácido carbónico, gas esencialmente deletéreo.
La cuestión se reducía a to siguiente. Habiéndose conservado intacto el ázoe: primero,
rehacer el oxígeno absorbido; segundo, destruir el ácido carbónico espira-do. Nada más
fácil por medio del clorato de potasa y de la potasa cáustica.
El clorato de potasa es una sal que se presenta bajo la forma de pajitas blancas. Cuando se
la eleva a una tem-peratura que pase de 400°, se transforma en cloruro de potasio, y el
oxígeno que contiene se desprende entera-mente. Dieciocho libras de cloráto de potasa dan
7 libras de oxígeno, es decir, la cantidad que necesitan gastar los viajeros en veinticuatro
horas. Ya está rehecho el oxí-geno.