Test Drive | Página 105

1. Conductor de elefantes. Sin embargo, aunque se negó a satisfacer de esta ma-nera la curiosidad pública, circularon por todo el mun-do y ocuparon el puesto de honor en los álbumes, sus numerosos retratos, de los cuales se sacaron pruebas de todas las dimensiones, desde el tamaño natural hasta las reducciones microscópicas para sellos de correo. Cual-quiera podía proporcionarse un ejemplar en todas las actitudes imaginables, retrato de cabeza, retrato de bus-to, retrato de cuerpo entero, sentado, de pie, de perfil, de espaldas; se imprimieron más de 1.500.000 ejemplares, y podía muy bien, pero no quiso, haber aprovechado la ocasión de enriquecerse con sus propias reliquias. Sin más que vender sus cabellos a dólar cada uno; tenía los suficientes para hacer una fortuna. Para decirlo todo, diremos que esta popularidad no le desagradaba. Al contrario. Se ponía a disposición del público y se carteaba con el universo entero. Se repetían sus chistes, se propagaban sus felices ocurrencias, sobre todo las que él no había tenido. Por to mismo que las tenía en abun-dancia, se le atribuían muchas más. Así es el mundo. Más limosnas se hacen al rico que al pobre. No solamente tuvo propicios a los hombres, sino que también a las mujeres. ¡Cuántos buenos matrimo-nios se le hubieran presentado por pocos deseos que hu-biera manifestado de casarse! Las solteronas particular-mente, las que habían pasado cuarenta años llamando inútilmente a un marido caritativo, estaban día y noche contemplando sus fotografías. La verdad es que hubiera encontrado compañeras a centenares, aunque les hubiese impuesto la condición de seguirle en su peregrinación aérea. Las mujeres son in-trépidas cuando no tienen miedo a todo. Pero Ardan no tenía intención de fundar una dinastía en el continente lunar y ser a11í el tronco de una raza cruzada de francés y americano. Por to tanto, se negó rotundamente. ¡Ir a11á arriba decía a representar el papel de Adán con una hija de Eva! ¡Gracias! ¡No tardaría en en-contrar serpientes! Apenas pudo sustraerse a las alegrías demasiado re-petidas del triunfo; fue, seguido de sus amigos, a hacer una visita al columbiad. Se la debía. Además, se había convertido en un experto en balística, desde que vivía con Barbicane, J. T. Maston y tutti cuanti. Su mayor placer consistía en repetir a aquellos bravos artilleros que no eran más que homicidas amables y sabios. Respecto del particular, no se agotaba nunca su ingenio epigramático. El día en que visitó el columbiad, to admiró mucho y bajó hasta el fondo del ánima de aquel gigantesco mor-tero que debía muy pronto lanzarlo por el aire. A1 menos dijo , este cañón no hará daño a nadie, to que, tratándose de un cañón, no deja de ser una maravilla. Pero en cuanto a vuestras máquinas que destruyen, que