que recibirlas. Las manos que apretó y las personas que tuteó no pueden contarse; pero se
rindió al cabo, y su voz, enronquecida por tantos discursos, salía de sus labios sin articular
casi sonidos in-teligibles, sin contar con que los brindis que tuvo que dedicar a todos los
condados de la Unión le produjeron casi una gastroenteritis. Tantos brindis, acompañados
de fuertes licores, hubieran, desde el primer día, produ-cido a cualquier otro un delirium
tremens; pero él sabía mantenerse dentro de los discretos límites de una media embriaguez
alegre y decidora.
Entre las diputaciones de toda especie que le asalta-ron, la de los lunáticos no olvidó to que
debía al futuro conquistador de la Luna. Un día, algunos de aquellos desgraciados, asaz
numerosos en América, le visitaron para pedirle que les llevase con él a su país natal.
Algunos pretendían hablar el selenita, y quisieron enseñárselo a Michel. Éste se presto con
docilidad a su inocente manía y se encargó de comisiones para sus amigos de la Luna.
¡Singular locura! dijo a Barbicane, después de ha-berles despedido . Y es una locura
que ataca con fre-cuencia inteligencias privilegiadas. Arago, uno de nues-tros sabios más
ilustres, me decía que muchas personas muy discretas y muy reservadas en sus
concepciones, se dejaban llevar a una exaltación suma, a increiíbles singu-laridades,
siempre que de la Luna se ocupaban. ¿Crees tú en la influencia de la Luna en las
enfermedades?
Poco
respondió el presidente del Gun Club.
Lo mismo digo; y, sin embargo, la historia registra hechos asombrosos. En 1693, durante
una ep