¡No!
Capitán dijo entonces J. T. Maston con la mayor sinceridad y ardiente fe , soy el
amigo del presidente, su alter ego; si os empeñáis en matar a alguien, matadme a mí, y será
exactamente to mismo.
Caballero
dijo Nicholl, apretando convulsiva-mente su rifle , esas chanzas...
El amigo Maston no se chancea respondió Michel Ardan , y comprendo su resolución
de hacerse matar por el hombre que es su amigo predilecto. Pero ni él ni Barbicane caerán
heridos por las balas del capitán Ni-choll, porque tengo que hacer a los dos rivales una
pro-posición tan seductora que la aceptarán con entusiasmo.
¿Qué proposición?
preguntó Nicholl con visible incredulidad.
Un poco de paciencia respondió Ardan ; no pue-do dárosla a conocer sino en
presencia de Barbicane.
Busquémosle, pues
exclamó el capitán.
Inmediatameñte, los tres se pusieron en marcha. El ca-pitán, después de haber puesto el
seguro al rifle que llevaba amartillado, se to echó a la espalda y avanzó con paso
repri-mido, sin decir una palabra. Durante media hora, las pes-quisas siguieron siendo
inútiles. Maston se sentía preo-cupado por un siniestro presentimiento. Observaba a Nicholl
con severidad, preguntándose si el capitán habría satisfecho su venganza, y si el
desgraciado Barbicane, heri-do de un balazo, yacía sin vida en el fondo de un matorral,
ensangrentado. Michel Ardan había, al parecer, concebido la misma sospecha, y los dos
interrogaban con la vista al ca-pitán Nicholl, cuando Maston se detuvo de repente.
Medio oculto por la hierba, aparecía a veinte pasos de distancia el busto de un hombre
apoyado en el tronco de una caoba gigantesca.
¡Es él!
dijo Maston.
Barbicane no se movía. Ardan abismó sus miradas en los ojos del capitán, pero éste
permaneció impasible. Ardan dio algunos pasos, gritando:
¡Barbicane! ¡Barbicane!
No obtuvo respuesta. Entonces se precipitó hacia su amigo; pero en el momento de irle a
coger del brazo, se contuvo, lanzando un grito de sorpresa.
Barbicane, con el lápiz en la mano, trazaba fórmulas y figuras geométricas en un libro de
memorias, teniendo echado en el suelo, de cualquier modo, su rifle desmon-tado.
Absorto en su ocupación, sin pensar en su desafío ni en su venganza, el sabio nada había
visto ni oído. Pero cuando Michel Ardan le dio la mano, se levantó y le miró con asombro.