-Sentaos aquí, señor caballero; que para entender que lo sois, y de los que profesan la andante
caballería, bástame el haberos hallado en este lugar, donde la soledad y el sereno os hacen
compañía, naturales lechos y propias estancias de los caballeros andantes.
A lo que respondió don Quijote:
-Caballero soy, y de la profesión que decís; y aunque en mi alma tienen su propio asiento las
tristezas, las desgracias y las desventuras, no por eso se ha ahuyentado della la compasión que tengo
de las ajenas desdichas. De lo que cantastes poco ha colegí que las vuestras son enamoradas, quiero
decir, del amor que tenéis a aquella hermosa ingrata que en vuestras lamentaciones nombrastes.
Ya cuando esto pasaban estaban sentados juntos sobre la dura tierra, en buena paz y compañía,
como si al romper del día no se hubieran de romper las cabezas.
-Por ventura, señor caballero -preguntó el del Bosque a don Quijote-, ¿sois enamorado?
-Por desventura lo soy -respondió don Quijote-; aunque los daños que nacen de los bien colocados
pensamientos antes se deben tener por gracias que por desdichas.
-Así es la verdad -replicó el del Bosque-, si no nos turbasen la razón y el entendimiento los
desdenes, que siendo muchos, parecen venganzas.
-Nunca fui desdeñado de mi señora -respondió don Quijote.
-No, por cierto -dijo Sancho, que allí junto estaba-; porque es mi señora como una borrega mansa:
es más blanda que una manteca.
-¿Es vuestro escudero éste? preguntó el del Bosque.
-Sí es -respondió don Quijote.
-Nunca he visto yo escudero -replicó el del Bosque- que se atreva a hablar donde habla su señor: a lo
menos, ahí está ese mío, que es tan grande como su padre, y no se probará que haya desplegado el
labio donde yo hablo.
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