–Bien pudiera el Amor –dijo Sancho– depositarlos en los de mi asno, que yo se lo agradeciera. Pero
dígame, señora, así el cielo la acomode con otro más blando
amante que mi amo: ¿qué es lo que vio en el otro mundo? ¿Qué hay en el infierno? Porque quien
muere desesperado, por fuerza ha de tener aquel paradero.
–La verdad que os diga –respondió Altisidora–, yo no debí de morir del todo, pues no entré en el
infierno; que, si allá entrara, una por una no pudiera salir dél, aunque quisiera. La verdad es que
llegué a la puerta, adonde estaban jugando hasta una docena de diablos a la pelota, todos en calzas y
en jubón, con valonas guarnecidas con puntas de randas flamencas, y con unas vueltas de lo mismo,
que les servían de puños, con cuatro dedos de brazo de fuera, porque pareciesen las manos más
largas, en las cuales tenían unas palas de fuego; y lo que más me admiró fue que les servían, en lugar
de pelotas, libros, al parecer, llenos de viento y de borra, cosa maravillosa y nueva; pero esto no me
admiró tanto como el ver que, siendo natural de los jugadores el alegrarse los gananciosos y
entristecerse los que pierden, allí en aquel juego todos gruñían, todos regañaban y todos se
maldecían.
–Eso no es maravilla –respondió Sancho–, porque los diablos, jueguen o no jueguen, nunca pueden
estar contentos, ganen o no ganen.
–Así debe de ser –respondió Altisidora–; mas hay otra cosa que también me admira, quiero decir
me admiró entonces, y fue que al primer voleo no quedaba pelota en pie, ni de provecho para servir
otra vez; y así, menudeaban libros nuevos y viejos, que era una maravilla. A uno dellos, nuevo,
flamante y bien encuadernado, le dieron un papirotazo que le sacaron las tripas y le esparcieron las
hojas. Dijo un diablo a otro: ‘‘Mirad qué libro es ése’’. Y el diablo le respondió: ‘‘Ésta es la Segunda
parte de la historia de don Quijote de la Mancha, no compuesta por Cide Hamete, su primer autor,
sino por un aragonés, que él dice ser natural de Tordesillas’’. ‘‘Quitádmele de ahí –respondió el otro
diablo–, y metedle en los abismos del infierno: no le vean más mis ojos’’. ‘‘¿Tan malo es?’’,
respondió el otro. ‘‘Tan malo –replicó el primero–, que si de propósito yo mismo me pusiera a
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