–Ten paciencia, hijo, y da gusto a estos señores, y muchas gracias al cielo por haber puesto tal virtud
en tu persona, que con el martirio della desencantes los encantados y resucites los muertos.
Ya estaban las dueñas cerca de Sancho, cuando él, más blando y más persuadido, poniéndose bien
en la silla, dio rostro y barba a la primera, la cual la hizo una mamona muy bien sellada, y luego una
gran reverencia.
–¡Menos cortesía; menos mudas, señora dueña –dijo Sancho–; que por Dios que traéis las manos
oliendo a vinagrillo!
Finalmente, todas las dueñas le sellaron, y otra mucha gente de casa le pellizcaron; pero lo que él no
pudo sufrir fue el punzamiento de los alfileres; y así, se levantó de la silla, al parecer mohíno, y,
asiendo de una hacha encendida que junto a él estaba, dio tras las dueñas, y tras todos su verdugos,
diciendo:
–¡Afuera, ministros infernales, que no soy yo de bronce, para no sentir tan extraordinar[i]os
martirios!
En esto, Altisidora, que debía de estar cansada por haber estado tanto tiempo supina, se volvió de
un lado; visto lo cual por los circunstantes, casi todos a una voz dijeron:
–¡Viva es Altisidora! ¡Altisidora vive!
Mandó Radamanto a Sancho que depusiese la ira, pues ya se había alcanzado el intento que se
procuraba.
Así como don Quijote vio rebullir a Altisidora, se fue a poner de rodillas delante de Sancho,
diciéndole:
–Agora es tiempo, hijo de mis entrañas, no que escudero mío, que te des algunos de los azotes que
estás obligado a dar por el desencanto de Dulcinea. Ahora, digo, que es el tiempo donde tienes
sazonada la virtud, y con eficacia de obrar el bien que de ti se espera.
A lo que respondió Sancho:
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