porque la gente que se les llegaba traía lanzas y adargas y venía muy a punto de guerra. Volvióse don
Quijote a Sancho, y díjole:
–Si yo pudiera, Sancho, ejercitar mis armas, y mi promesa no me hubiera atado los brazos, esta
máquina que sobre nosotros viene la tuviera yo por tortas y pan pintado, pero podría ser fuese otra
cosa de la que tememos.
Llegaron, en esto, los de a caballo, y arbolando las lanzas, sin hablar palabra alguna rodearon a don
Quijote y se las pusieron a las espaldas y pechos, amenazándole de muerte. Uno de los de a pie,
puesto un dedo en la boca, en señal de que callase, asió del freno de Rocinante y le sacó del camino;
y los demás de a pie, antecogiendo a Sancho y al rucio, guardando todos maravilloso silencio,
siguieron los pasos del que llevaba a don Quijote, el cual dos o tres veces quiso preguntar adónde le
llevaban o qué querían; pero, apenas comenzaba a mover los labios, cuando se los iban a cerrar con
los hierros de las lanzas; y a Sancho le acontecía lo mismo, porque, apenas daba muestras de hablar,
cuando uno de los de a pie, con un aguijón, le punzaba, y al rucio ni más ni menos como si hablar
quisiera. Cerró la noche, apresuraron el paso, creció en los dos presos el miedo, y más cuando
oyeron que de cuando en cuando les decían:
–¡Caminad, trogloditas!
–¡Callad, bárbaros!
–¡Pagad, antropófagos!
–¡No os quejéis, scitas, ni abráis los ojos, Polifemos matadores, leones carniceros!
Y otros nombres semejantes a éstos, con que atormentaban los oídos de los miserables amo y mozo.
Sancho iba diciendo entre sí:
–¿Nosotros tortolitas? ¿Nosotros barberos ni estropajos? ¿Nosotros perritas, a quien dicen cita,
cita? No me contentan nada estos nombres: a mal viento va esta parva; todo el mal nos viene junto,
como al perro los palos, y ¡ojalá parase en ellos lo que amenaza esta aventura tan desventurada!
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