Y luego, tomando en el suelo cuanto quiso, se acurrucó y durmió a sueño suelto, sin que fianzas, ni
deudas, ni dolor alguno se lo estorbase. Don Quijote, arrimado a un tronco de una haya o de un
alcornoque –que Cide Hamete Benengeli no distingue el árbol que era–, al son de sus mesmos
su[s]piros, cantó de esta suerte:
–Amor, cuando yo pienso
en el mal que me das, terrible y fuerte,
voy corriendo a la muerte,
pensando así acabar mi mal inmenso;
mas, en llegando al paso
que es puerto en este mar de mi tormento,
tanta alegría siento,
que la vida se esfuerza y no le paso.
Así el vivir me mata,
que la muerte me torna a dar la vida.
¡Oh condición no oída,
la que conmigo muerte y vida trata!
Cada verso déstos acompañaba con muchos suspiros y no pocas lágrimas, bien como aquél cuyo
corazón tenía traspasado con el dolor del vencimiento y con la ausencia de Dulcinea.
Llegóse en esto el día, dio el sol con sus rayos en los ojos a Sancho, despertó y esperezóse,
sacudiéndose y estirándose los perezosos miembros; miró el destrozo que habían hecho los puercos
en su repostería, y maldijo la piara y aun más adelante. Finalmente, volvieron los dos a su
comenzado camino, y al declinar de la tarde vieron que hacia ellos venían hasta diez hombre[s] de a
caballo y cuatro o cinco de a pie. Sobresaltóse el corazón de don Quijote y azoróse el de Sancho,
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