Al salir de Barcelona, volvió don Quijote a mirar el sitio donde había caído, y dijo:
–¡Aquí fue Troya! ¡Aquí mi desdicha, y no mi cobardía, se llevó mis alcanzadas glorias; aquí usó la
fortuna conmigo de sus vueltas y revueltas; aquí se escurecieron mis hazañas; aquí, finalmente, cayó
mi ventura para jamás levantarse!
Oyendo lo cual Sancho, dijo:
–Tan de valientes corazones es, señor mío, tener sufrimiento en las desgracias como alegría en las
prosperidades; y esto lo juzgo por mí mismo, que si cuando era gobernador estaba alegre, agora que
soy escudero de a pie, no estoy triste; porque he oído decir que esta que llaman por ahí Fortuna es
una mujer borracha y antojadiza, y, sobre todo, ciega, y así, no vee lo que hace, ni sabe a quién
derriba, ni a quién ensalza.
–Muy filósofo estás, Sancho –respondió don Quijote–, muy a lo discreto hablas: no sé quién te lo
enseña. Lo que te sé decir es que no hay fortuna en el mundo, ni las cosas que en él suceden, buenas
o malas que sean, vienen acaso, sino por particular providencia de los cielos, y de aquí viene lo que
suele decirse: que cada uno es artífice de su ventura. Yo lo he sido de la mía, pero no con la
prudencia necesaria, y así, me han salido al gallarín mis presunciones; pues debiera pensar que al
poderoso grandor del caballo del de la Blanca Luna no podía resistir la flaqueza de Rocinante.
Atrevíme en fin, hice lo que puede, derribáronme, y, aunque perdí la honra, no perdí, ni puedo
perder, la virtud de cumplir mi palabra. Cuando era caballero andante, atrevido y valiente, con mis
obras y con mis manos acreditaba mis hechos; y agora, cuando soy escudero pedestre, acreditaré
mis palabras cumpliendo la que di de mi promesa. Camina, pues, amigo Sancho, y vamos a tener en
nuestra tierra el año del noviciado, con cuyo encerramiento cobraremos virtud nueva para volver al
nunca de mí olvidado ejercicio de las armas.
–Señor –respondió Sancho–, no es cosa tan gustosa el caminar a pie, que me mueva e incite a hacer
grandes jornadas. Dejemos estas armas colgadas de algún árbol, en lugar de un ahorcado, y,
ocupando yo las espaldas del rucio, levantados los pies del suelo, haremos las jornadas como vuestra
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