priesa y ruido que la habían amainado, y todo esto, callando, como si no tuvieran voz ni aliento.
Hizo
señal el cómitre que zarpasen el ferro, y, saltando en mitad de la crujía con el corbacho o rebenque,
comenzó a mosquear las espaldas de la chusma, y a largarse poco a poco a la mar. Cuando Sancho
vio a una moverse tantos pies colorados, que tales pensó él que eran los remos, dijo entre sí:
–Éstas sí son verdaderamente cosas encantadas, y no las que mi amo dice. ¿Qué han hecho estos
desdichados, que ansí los azotan, y cómo este hombre solo, que anda por aquí silbando, tiene
atrevimiento para azotar a tanta gente? Ahora yo digo que éste es infierno, o, por lo menos, el
purgatorio.
Don Quijote, que vio la atención con que Sancho miraba lo que pasaba, le dijo:
–¡Ah Sancho amigo, y con qué brevedad y cuán a poca costa os podíades vos, si quisiésedes,
desnudar de medio cuerpo arriba, y poneros entre estos señores, y acabar con el desencanto de
Dulcinea! Pues con la miseria y pena de tantos, no sentiríades vos mucho la vuestra; y más, que
podría ser que el sabio Merlín tomase en cuenta cada azote déstos, por ser dados de buena mano,
por diez de los que vos finalmente os habéis de dar.
Preguntar quería el general qué azotes eran aquéllos, o qué desencanto de Dulcinea, cuando dijo el
marinero:
–Señal hace Monjuí de que hay bajel de remos en la costa por la banda del poniente.
Esto oído, saltó el general en la crujía, y dijo:
–¡Ea hijos, no se nos vaya! Algún bergantín de cosarios de Argel debe de ser éste que la atalaya nos
señala.
Llegáronse luego las otras tres galeras a la capitana, a saber lo que se les ordenaba. Mandó el
general que las dos saliesen a la mar, y él con la otra iría tierra a tierra, porque ansí el bajel no se les
escaparía. Apretó la chusma los remos, impeliendo las galeras con tanta furia, que parecía que
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