–Sí conozco –le respondieron–, que eres don Pedro Noriz.
–No quiero saber más, pues esto basta para entender, ¡oh cabeza!, que lo sabes todo.
Y, apartándose, llegó el otro amigo y preguntóle:
–Dime, cabeza, ¿qué deseos tiene mi hijo el mayorazgo?
–Ya yo he dicho –le respondieron– que yo no juzgo de deseos, pero, con todo eso, te sé decir que los
que tu hijo tiene son de enterrarte.
–Eso es –dijo el caballero–: lo que veo por los ojos, con el dedo lo señalo.
Y no preguntó más. Llegóse la mujer de don Antonio, y dijo:
–Yo no sé, cabeza, qué preguntarte; sólo querría saber de ti si gozaré muchos años de buen marido.
Y respondiéronle:
–Sí gozarás, porque su salud y su templanza en el vivir prometen muchos años de vida, la cual
muchos suelen acortar por su destemplanza.
Llegóse luego don Quijote, y dijo:
–Dime tú, el que respondes: ¿fue verdad o fue sueño lo que yo cuento que me pasó en la cueva de
Montesinos? ¿Serán ciertos los azotes de Sancho mi escudero? ¿Tendrá efeto el desencanto de
Dulcinea?
–A lo de la cueva –respondieron– hay mucho que decir: de todo tiene; los azotes de Sancho irán de
espacio, el desencanto de Dulcinea llegará a debida ejecución.
–No quiero saber más –dijo don Quijote–; que como yo vea a Dulcinea desencantada, haré cuenta
que vienen de golpe todas las venturas que acertare a desear.
El último preguntante fue Sancho, y lo que preguntó fue:
–¿Por ventura, cabeza, tendré otro gobierno? ¿Saldré de la estrecheza de escudero? ¿Volveré a ver a
mi mujer y a mis hijos?
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