que hubiere dicho que yo soy comedor aventajado y no limpio, téngase por dicho que no acierta; y
de otra manera dijera esto si no mirara a las barbas honradas que están a la mesa.
–Por cierto –dijo don Quijote–, que la parsimonia y limpieza con que Sancho come se puede
escribir y grabar en láminas de bronce, para que quede en memoria eterna de los siglos venideros.
Verdad es que, cuando él tiene hambre, parece algo tragón, porque come apriesa y masca a dos
carrillos; pero la limpieza siempre la tiene en su punto, y en el tiempo que fue gobernador aprendió
a comer a lo melindroso: tanto, que comía con tenedor las uvas y aun los granos de la granada.
–¡Cómo! –dijo don Antonio–. ¿Gobernador ha sido Sancho?
–Sí –respondió Sancho–, y de una ínsula llamada la Barataria. Diez días la goberné a pedir de boca;
en ellos perdí el sosiego, y aprendí a despreciar todos los gobiernos del mundo; salí huyendo della,
caí en una cueva, donde me tuve por muerto, de la cual salí vivo por m[i]lagro.
Contó don Quijote por menudo todo el suceso del gobierno de Sancho, con que dio gran gusto a los
oyentes.
Levantados los manteles, y tomando don Antonio por la mano a don Quijote, se entró con él en un
apartado aposento, en el cual no ha-bía otra cosa de adorno que una mesa, al parecer de jaspe, que
sobre un pie de lo mesmo se sostenía, sobre la cual estaba puesta, al modo de las cabezas de los
emperadores romanos, de los
pechos arriba, una que semejaba ser de bronce. Paseóse don Antonio con don Quijote por todo el
aposento, rodeando muchas veces la mesa, después de lo cual dijo:
–Agora, señor don Quijote, que estoy enterado que no nos oye y escucha alguno, y está cerrada la
puerta, quiero contar a vuestra merced una de las más raras aventuras, o, por mejor decir,
novedades que imaginarse pueden, con condición que lo que a vuestra merced dijere lo ha de
depositar en los últimos retretes del secreto.
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