–Así es –dijo don Quijote–, pero estímalos mi escudero en lo que ha dicho, por habérmelos dado
quien me los dio.
Mandóselos volver al punto Roque Guinart, y, mandando poner los suyos en ala, mandó traer allí
delante todos los vestidos, joyas, y dineros, y todo aquello que desde la última repartición habían
robado; y, haciendo brevemente el tanteo, volviendo lo no repartible y reduciéndolo a dineros, lo
repartió por toda su compañía, con tanta legalidad y prudencia que no pasó un punto ni defraudó
nada de la justicia distributiva. Hecho esto, con lo cual todos quedaron contentos, satisfechos y
pagados, dijo Roque a don Quijote:
–Si no se guardase esta puntualidad con éstos, no se podría vivir con ellos.
A lo que dijo Sancho:
–Según lo que aquí he visto, es tan buena la justicia, que es necesaria que se use aun entre los
mesmos ladrones.
Oyólo un escudero, y enarboló el mocho de un arcabuz, con el cual, sin duda, le abriera la cabeza a
Sancho, si Roque Guinart no le diera voces que se detuviese. Pasmóse Sancho, y propuso de no
descoser los labios en tanto que entre aquella gente estuviese.
Llegó, en esto, uno o algunos de aquellos escuderos que estaban puestos por centinelas por los
caminos para ver la gente que por ellos venía y dar aviso a su mayor de lo que pasaba, y éste dijo:
–Señor, no lejos de aquí, por el camino que va a Barcelona, viene un gran tropel de gente.
A lo que respondió Roque:
–¿Has echado de ver si son de los que nos buscan, o de los que nosotros buscamos?
–No, sino de los que buscamos –respondió el escudero.
–Pues salid todos –replicó Roque–, y traédmelos aquí luego, sin que se os escape ninguno.
Hiciéronlo así, y, quedándose solos don Quijote, Sancho y Roque, aguardaron a ver lo que los
escuderos traían; y, en este entretanto, dijo Roque a don Quijote:
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