viento, afeó su rostro con sus propias manos, con todas las muestras de dolor y sentimiento que de
un lastimado pecho pudieran imaginarse.
–¡Oh cruel e inconsiderada mujer –decía–, con qué facilidad te moviste a poner en ejecución tan
mal pensamiento! ¡Oh fuerza rabiosa de los celos, a qué desesperado fin conducís a quien os da
acogida en su pecho! ¡Oh esposo mío, cuya desdichada suerte, por ser prenda mía, te ha llevado del
tálamo a la sepultura!
Tales y tan tristes eran las quejas de Claudia, que sacaron las lágrimas de los ojos de Roque, no
acostumbrados a verterlas en ninguna ocasión. Lloraban los criados, desmayábase a cada paso
Claudia, y todo aquel circuito parecía campo de tristeza y lugar de desgracia. Finalmente, Roque
Guinart ordenó a los criados de don Vicente que llevasen su cuerpo al lugar de su padre, que estaba
allí cerca, para que le diesen sepultura. Claudia dijo a Roque que querría irse a un monasterio donde
era abadesa una tía suya, en el cual pensaba acabar la vida, de otro mejor esposo y más eterno
acompañada. Alabóle Roque su buen propósito, ofreciósele de acompañarla hasta donde quisiese, y
de defender a su padre de los parientes y de todo el mundo, si ofenderle quisiese. No quiso su
compañía Claudia, en ninguna manera, y, agradeciendo sus ofrecimientos con las mejores razones
que supo, se despedió dél llorando. Los criados de don Vicente llevaron su cuerpo, y Roque se volvió
a los suyos, y este fin tuvieron los amores de Claudia Jerónima. Pero, ¿qué mucho, si tejieron la
trama de su lamentable historia las fuerzas invencibles y rigurosas de los celos?
Halló Roque Guinart a sus escuderos en la parte donde les había ordenado, y a don Quijote entre
ellos, sobre Ro