–¡Medrados estamos con eso! –respondió Sancho–. Yo pondré que se vienen a resumirse todas
estas faltas en las sobras que debe de haber de tocino y huevos.
–¡Por Dios –respondió el huésped–, que es gentil relente el que mi huésped tiene!, pues hele dicho
que ni tengo pollas ni gallinas, y ¿quiere que tenga huevos? Discurra, si quisiere, por otras
delicadezas, y déjese de pedir gallinas.
–Resolvámonos, cuerpo de mí –dijo Sancho–, y dígame finalmente lo que tiene, y déjese de
discurrimientos, señor huésped.
Dijo el ventero:
–Lo que real y verdaderamente tengo son dos uñas de vaca que parecen manos de ternera, o dos
manos de ternera que parecen uñas de vaca; están cocidas con sus garbanzos, cebollas y tocino, y la
hora de ahora están diciendo: ‘‘¡Coméme! ¡Coméme!’’
–Por mías las marco desde aquí –dijo Sancho–; y nadie las toque, que yo las pagaré mejor que otro,
porque para mí ninguna otra cosa pudiera esperar de más gusto, y no se me daría nada que fuesen
manos, como fuesen uñas.
–Nadie las tocará –dijo el ventero–, porque otros huéspedes que tengo, de puro principales, traen
consigo cocinero, despensero y repostería.
–Si por principales va –dijo Sancho–, ninguno más que mi amo; pero el oficio que él trae no
permite despensas ni botillerías: ahí nos tendemos en mitad de un prado y nos hartamos de bellotas
o de nísperos.
Esta fue la plática que Sancho tuvo con el ventero, sin querer Sancho pasar adelante en responderle;
que ya le había preguntado qué oficio o qué ejercicio era el de su amo.
Llegóse, pues, la hora del cenar, recogióse a su estancia don Quijote, trujo el huésped la olla, así
como estaba, y sentóse a cenar muy de propósito. Parece ser que en otro aposento que junto al de
don Quijote estaba, que no le dividía más que un sutil tabique, oyó decir don Quijote:
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