Puesto, pues, don Quijote en mitad del camino –como os he dicho–, hirió el aire con semejantes
palabras:
–¡Oh vosotros, pasajeros y viandantes, caballeros, escuderos, gente de a pie y de a caballo que por
este camino pasáis, o habéis de pasar en estos dos días siguientes! Sabed que don Quijote de la
Mancha, caballero andante, está aquí puesto para defender que a todas las hermosuras y cortesías
del mundo exceden las que se
encierran en las ninfas habitadoras destos prados y bosques, dejando a un lado a la señora de mi
alma Dulcinea del Toboso. Por eso, el que fuere de parecer contrario, acuda, que aquí le espero.
Dos veces repitió estas mismas razones, y dos veces no fueron oídas de ningún aventurero; pero la
suerte, que sus cosas iba encaminando de mejor en mejor, ordenó que de allí a poco se descubriese
por el camino muchedumbre de hombres de a caballo, y muchos dellos con lanzas en las manos,
caminando todos apiñados, de tropel y a gran priesa. No los hubieron bien visto los que con don
Quijote estaban, cuando, volviendo las espaldas, se apartaron bien lejos del camino, porque
conocieron que si esperaban les podía suceder algún peligro; sólo don Quijote, con intrépido
corazón, se estuvo quedo, y Sancho Panza se escudó con las ancas de Rocinante.
Llegó el tropel de los lanceros, y uno dellos, que venía más delante, a grandes voces comenzó a decir
a don Quijote:
–¡Apártate, hombre del diablo, del camino, que te harán pedazos estos toros!
–¡Ea, canalla –respondió don Quijote–, para mí no hay toros que valgan, aunque sean de los más
bravos que cría Jarama en sus riberas! Confesad, malandrines, así a carga cerrada, que es verdad lo
que yo aquí he publicado; si no, conmigo sois en batalla.
No tuvo lugar de responder el vaquero, ni don Quijote le tuvo de desviarse, aunque quisiera; y así, el
tropel de los toros bravos