conteniéndome en los estrechos límites de mi poderío, ofrezco lo que puedo y lo que tengo de mi
cosecha; y así, digo que sustentaré dos días naturales en metad de ese camino real que va a
Zaragoza, que estas señoras zagalas contrahechas que aquí están son las más hermosas doncellas y
más corteses que hay en el mundo, excetado sólo a la sin par Dulcinea del Toboso, única señora de
mis pensamientos, con paz sea dicho de cuantos y cuantas me escuchan.
Oyendo lo cual, Sancho, que con grande atención le había estado escuchando, dando una gran voz,
dijo:
–¿Es posible que haya en el mundo personas que se atrevan a decir y a jurar que este mi señor es
loco? Digan vuestras mercedes, señores pastores: ¿hay cura de aldea, por discreto y por estudiante
que sea, que pueda decir lo que mi amo ha dicho, ni hay caballero andante, por más fama que tenga
de valiente, que pueda ofrecer lo que mi amo aquí ha ofrecido?
Volvióse don Quijote a Sancho, y, encendido el rostro y colérico, le dijo:
–¿Es posible, ¡oh Sancho!, que haya en todo el orbe alguna persona que diga que no eres tonto,
aforrado de lo mismo, con no sé qué ribetes de malicioso y de bellaco? ¿Quién te mete a ti en mis
cosas, y en averiguar si soy discreto o majadero? Calla y no me repliques, sino ensilla, si está
desensillado Rocinante: vamos a poner en efecto mi ofrecimiento, que, con la razón que va de mi
parte, puedes dar por vencidos a todos cuantos quisieren contradecirla.
Y, con gran furia y muestras de enojo, se levantó de la silla, dejando admirados a los circunstantes,
haciéndoles dudar si le podían tener por loco o por cuerdo. Finalmente, habiéndole persuadido que
no se pusiese en tal demanda, que ellos daban por bien conocida su agradecida voluntad y que no
eran menester nuevas demostraciones para conocer su ánimo valeroso, pues bastaban las que en la
historia de sus hechos se referían, con todo esto, salió don Quijote con su intención; y, puesto sobre
Rocinante, embrazando su escudo y tomando su lanza, se puso en la mitad de un real camino que no
lejos del verde prado estaba. Siguióle Sancho sobre su rucio, con toda la gente del pastoral rebaño,
deseosos de ver en qué paraba su arrogante y nunca visto ofrecimiento.
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