El acabar estas razones y el abrir de la puerta fue todo uno. Púsose en pie sobre la cama, envuelto de
arriba abajo en una colcha de raso amarillo, una galocha en la cabeza, y el rostro y los bigotes
vendados: el rostro, por los aruños; los bigotes, porque no se le desmayasen y cayesen; en el cual
traje parecía la más extraordinaria fantasma que se pudiera pensar.
Clavó los ojos en la puerta, y, cuando esperaba ver entrar por ella a la rendida y lastimada
Altisidora, vio entrar a una reverendísima dueña con unas tocas blancas repulgadas y luengas, tanto,
que la cubrían y enmantaban desde los pies a la cabeza. Entre los dedos de la mano izquierda traía
una media vela encendida, y con la derecha se hacía sombra, porque no le diese la luz en los ojos, a
quien cubrían unos muy grandes antojos. Venía pisando quedito, y movía los pies blandamente.
Miróla don Quijote desde su atalaya, y cuando vio su adeliño y notó su silencio, pensó que alguna
bruja o maga venía en aquel traje a hacer en él alguna mala fechuría, y comenzó a santiguarse con
mucha priesa. Fuese llegando la visión, y, cuando llegó a la mitad del aposento, alzó los ojos y vio la
priesa con que se estaba haciendo cruces don Quijote; y si él quedó medroso en ver tal figura, ella
quedó espantada en ver la suya, porque, así como le vio tan alto y tan amarillo, con la colcha y con
las vendas, que le desfiguraban, dio una gran voz, diciendo:
–¡Jesús! ¿Qué es lo que veo?
Y con el sobresalto se le cayó la vela de las manos; y, viéndose a escuras, volvió las espaldas para
irse, y con el miedo tropezó en sus faldas y dio consigo una gran caída. Don Quijote, temeroso,
comenzó a decir:
–Conjúrote, fantasma, o lo que eres, que me digas quién eres, y que me digas qué es lo que de mí
quieres. Si eres alma en pena, dímelo, que yo haré por ti todo cuanto mis fuerzas alcanzaren, porque
soy católico cristiano y amigo de hacer bien a todo el mundo; que para esto tomé la orden de la
caballería andante que profeso, cuyo ejercicio aun hasta hacer bien a las ánimas de purgatorio se
estiende.
La brumada dueña, que oyó conjurarse, por su temor coligió el de don Quijote, y con voz afligida y
baja le respondió:
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