presteza, sin hablar palabra, le alzaba las faldas, y con una, al parecer, chinela, le comenzó a dar
tantos azotes, que era una compasión; y, aunque don Quijote se la tenía, no se meneaba del lecho, y
no sabía qué podía ser aquello, y estábase quedo y callando, y aun temiendo no viniese por él la
tanda y tunda azotesca. Y no fue vano su temor, porque, en dejando molida a la dueña los callados
verdugos (la cual no osaba quejarse), acudieron a don Quijote, y, desenvolviéndole de la sábana y de
la colcha, le pellizcaron tan a menudo y tan reciamente, que no pudo dejar de defenderse a puñadas,
y todo esto en silencio admirable. Duró la batalla casi media hora; saliéronse las fantasmas, recogió
doña Rodríguez sus faldas, y, gimiendo su desgracia, se salió por la puerta afuera, sin decir palabra a
don Quijote, el cual, doloroso y pellizcado, confuso y pensativo, se quedó solo, donde le dejaremos
deseoso de saber quién había sido el perverso encantador que tal le había puesto. Pero ello se dirá a
su tiempo, que Sancho Panza nos llama, y