–Aquí está un labrador negociante que quiere hablar a Vuestra Señoría en un negocio, según él dice,
de mucha importancia.
–Estraño caso es éste –dijo Sancho– destos negociantes. ¿Es posible que sean tan necios, que no
echen de ver que semejantes horas como éstas no son en las que han de venir a negociar? ¿Por
ventura los que gobernamos, los que somos jueces, no somos hombres de carne y de hueso, y que es
menester que nos dejen descansar el tiempo que la necesidad pide, sino que quieren que seamos
hechos de piedra marmol? Por Dios y en mi conciencia que si me dura el gobierno (que no durará,
según se me trasluce), que yo ponga en pretina a más de un negociante. Agora decid a ese buen
hombre que entre; pero adviértase primero no sea alguno de los espías, o matador mío.
–No, señor –respondió el paje–, porque parece una alma de cántaro, y yo sé poco, o él es tan bueno
como el buen pan.
–No hay que temer –dijo el mayordomo–, que aquí estamos todos.
–¿Sería posible –dijo Sancho–, maestresala, que agora que no está aquí el doctor Pedro Recio, que
comiese yo alguna cosa de peso y de sustancia, aunque fuese un pedazo de pan y una cebolla?
–Esta noche, a la cena, se satisfará la falta de la comida, y quedará Vuestra Señoría satisfecho y
pagado –dijo el maestresala.
–Dios lo haga –respondió Sancho.
Y, en esto, entró el labrador, que era de muy buena presencia, y de mil leguas se le echaba de ver que
era bueno y buena alma. Lo primero que dijo fue:
–¿Quién es aquí el señor gobernador?
–¿Quién ha de ser –respondió el secretario–, sino el que está sentado en la silla?
–Humíllome, pues, a su presencia –dijo el labrador.
Y, poniéndose de rodillas, le pidió la mano para besársela. Negósela Sancho, y mandó que se
levantase y dijese lo que quisiese. Hízolo así el labrador, y luego dijo:
–Yo, señor, soy labrador, natural de Miguel Turra, un lugar que está dos leguas de Ciuda[d] Real.
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