–¡Otro Tirteafuera tenemos! –dijo Sancho–. Decid, hermano, que lo que yo os sé decir es que sé
muy bien a Miguel Turra, y que no está muy lejos de mi pueblo.
–Es, pues, el caso, señor –prosiguió el labrador–, que yo, por la misericordia de Dios, soy casado en
paz y en haz de la San[ta] Iglesia Católica Romana; tengo dos hijos estudiantes que el menor estudia
para bachiller y el mayor para licenciado; soy viudo, porque se murió mi mujer, o, por mejor decir,
me la mató un mal médico, que la purgó estando preñada, y si Dios fuera servido que saliera a luz el
parto, y fuera hijo, yo le pusiere a estudiar para doctor, porque no tuviera invidia a sus hermanos el
bachiller y el licenciado.
–De modo –dijo Sancho– que si vuestra mujer no se hubiera muerto, o la hubieran muerto, vos no
fuérades agora viudo.
–No, señor, en ninguna manera –respondió el labrador.
–¡Medrados estamos! –replicó Sancho–. Adelante, hermano, que es hora de dormir más que de
negociar.
–Digo, pues –dijo el labrador–, que este mi hijo que ha de ser bachiller se enamoró en el mesmo
pueblo de una doncella llamada Clara Perlerina, hija de Andrés Perlerino, labrador riquísimo; y este
nombre de Perlerines no les viene de abolengo ni otra alcurn