–Eso juro yo bien –dijo Sancho–: cuchillada le hubieran dado que le abrieran de arriba abajo como
una granada, o como a un melón muy maduro. ¡Bonitos eran ellos para sufrir semejantes cosquillas!
Para mi santiguada, que tengo por cierto que si Reinaldos de Montalbán hubiera oído estas razones
al hombrecito, tapaboca le hubiera dado que no hablara más en tres años. ¡No, sino tomárase con
ellos y viera cómo escapaba de sus manos!
Perecía de risa la duquesa en oyendo hablar a Sancho, y en su opinión le tenía por más gracioso y
por más loco que a su amo; y muchos hubo en aquel tiempo que fueron deste mismo parecer.
Finalmente, don Quijote se sosegó, y la comida se acabó, y, en levantando los manteles, llegaron
cuatro doncellas, la una con una fuente de plata, y la otra con un aguamanil, asimismo de plata, y la
otra con dos blanquísimas y riquísimas toallas al hombro, y la cuarta descubiertos los brazos hasta
la mitad, y en sus blancas manos –que sin duda eran blancas– una redonda pella de jabón
napolitano. Llegó la de la fuente, y con gentil donaire y desenvoltura encajó la fuente debajo de la
barba de don Quijote; el cual, sin hablar palabra, admirado de semejante ceremonia, creyendo que
debía ser usanza de aquella tierra en lugar de las manos lavar las barbas, y así tendió la suya todo
cuanto pudo, y al mismo punto comenzó a llover el aguamanil, y la doncella del jabón le manoseó
las barbas con mucha priesa, levantando copos de nieve, que no eran menos blancas las
jabonaduras, no sólo por las barbas, mas por todo el rostro y por los ojos del obediente caballero,
tanto, que se los hicieron cerrar por fuerza.
El duque y la duquesa, que de nada desto eran sabidores, estaban esperando en qué había de parar
tan extraordinario lavatorio. La doncella barbera, cuando le tuvo con un palmo de jabonadura,
fingió que se le había acabado el agua, y mandó a la del aguamanil fuese por ella, que el señor don
Quijote esperaría. Hízolo así, y quedó don Quijote con la más estraña figura y más para hacer reír
que se pudiera imaginar.
Mirábanle todos los que presentes estaban, que eran muchos, y como le veían con media vara de
cuello, más que medianamente moreno, los ojos cerrados y las barbas llenas de jabón, fue gran
maravilla y mucha discreción poder disimular la risa; las doncellas de la burla tenían los ojos bajos,
sin osar mirar a sus señores; a ellos les retozaba la cólera y la risa en el cuerpo, y no sabían a qué
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