–Por Dios, señor –dijo Sancho–, la isla que yo no gobernase con los años que tengo, no la gobernaré
con los años de Matusalén. El daño está en que la dicha ínsula se entretiene, no sé dónde, y no en
faltarme a mí el caletre para gobernarla.
–Encomendadlo a Dios, Sancho –dijo don Quijote–, que todo se hará bien, y quizá mejor de lo que
vos pensáis; que no se mueve la hoja en el árbol sin la voluntad de Dios.
–Así es verdad –dijo Sansón–, que si Dios quiere, no le faltarán a Sancho mil islas que gobernar,
cuanto más una.
–Gobernador he visto por ahí –dijo Sancho– que, a mi parecer, no llegan a la suela de mi zapato, y,
con todo eso, los llaman señoría, y se sirven con plata.
–Ésos no son gobernadores de ínsulas –replicó Sansón–, sino de otros gobiernos más manuales;
que los que gobiernan ínsulas, por lo menos han de saber gramática.
–Con la grama bien me avendría yo –dijo Sancho–, pero con la tica, ni me tiro ni me pago, porque
no la entiendo. Pero, dejando esto del gobierno en las manos de Dios, que me eche a las partes
donde más de mí se sirva, digo, señor bachiller Sansón Carrasco, que infinitamente me ha dado
gusto que el autor de la historia
haya hablado de mí de manera que no enfadan las cosas que de mí se cuentan; que a fe de buen
escudero que si hubiera dicho de mí cosas que no fueran muy de cristiano viejo, como soy, que nos
habían de oír los sordos.
–Eso fuera hacer milagros –respondió Sansón.
–Milagros o no milagros –dijo Sancho–, cada uno mire cómo habla o cómo escribe de las presonas,
y no ponga a troche moche lo primero que le viene al magín.
–Una de las tachas que ponen a la tal historia –dijo el bachiller– es que su autor puso en ella una
novela intitulada El curioso impertinente; no por mala ni por mal razonada, sino por no ser de aquel
lugar, ni tiene que ver con la historia de su merced del señor don Quijote.
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