–¡Oh Quiteria, que has venido a ser piadosa a tiempo cuando tu piedad ha de servir de cuchillo que
me acabe de quitar la vida, pues ya no tengo fuerzas para llevar la gloria que me das en escogerme
por tuyo, ni para suspender el dolor que tan apriesa me va cubriendo los ojos con la espantosa
sombra de la muerte! Lo que te suplico es, ¡oh fatal estrella mía!, que la mano que me pides y
quieres darme no sea por cumplimiento, ni para engañarme de nuevo, sino que confieses y digas
que, sin hacer fuerza a tu voluntad, me la entregas y me la das como a tu legítimo esposo; pues no es
razón que en un trance como éste me engañes, ni uses de fingimientos con quien tantas verdades ha
tratado contigo.
Entre estas razones, se desmayaba, de modo que todos los presentes pensaban que cada desmayo se
había de llevar el alma consigo. Quiteria, toda honesta y toda vergonzosa, asiendo con su derecha
mano la de Basilio, le dijo:
–Ninguna fuerza fuera bastante a torcer mi voluntad; y así, con la más libre que tengo te doy la
mano de legítima esposa, y recibo la tuya, si es que me la das de tu libre albedrío, sin que la turbe ni
contraste la calamidad en que tu discurso acelerado te ha puesto.
–Sí doy –respondió Basilio–, no turbado ni confuso, sino con el claro entendimiento que el cielo
quiso darme; y así, me doy y me entrego por tu esposo.
–Y yo por tu esposa –respondió Quiteria–, ahora vivas largos años, ahora te lleven de mis brazos a
la sepultura.
–Para estar tan herido este mancebo –dijo a este punto Sancho Panza–, mucho habla; háganle que
se deje de requiebros y que atienda a su alma, que, a mi parecer, más la tiene en la lengua que en los
dientes.
Estando, pues, asidos de las manos Basilio y Quiteria, el cura, tierno y lloroso, los echó la bendición
y pidió al cielo diese buen poso al alma del nuevo desposado; el cual, así como recibió la bendición,
con presta ligereza se levantó en pie, y con no vista desenvoltura se sacó el estoque, a quien servía de
vaina su cuerpo.
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