–Si quisieses, cruel Quiteria, darme en este último y forzoso trance la mano de esposa, aún pensaría
que mi temeridad tendría desculpa, pues en ella alcancé el bien de ser tuyo.
El cura, oyendo lo cual, le dijo que atendiese a la salud del alma antes que a los gustos del cuerpo, y
que pidiese muy de veras a Dios perdón de sus pecados y de su desesperada determinación. A lo
cual replicó Basilio que en ninguna manera se confesaría si primero Quiteria no le daba la mano de
ser su esposa: que aquel contento le adobaría la voluntad y le daría aliento para confesarse.
En oyendo don Quijote la petición del herido, en altas voces dijo que Basilio pedía una cosa muy
justa y puesta en razón, y además, muy hacedera, y que el señor Camacho quedaría tan honrado
recibiendo a la señora Quiteria viuda del valeroso Basilio como si la recibiera del lado de su padre:
–Aquí no ha de haber más de un sí, que no tenga otro efecto que el pronunciarle, pues el tálamo de
estas bodas ha de ser la sepultura.
Todo lo oía Camacho, y todo le tenía suspenso y confuso, sin saber qué hacer ni qué decir; pero las
voces de los amigos de Basilio fueron tantas, pidiéndole que consintiese que Quiteria le diese la
mano de esposa, porque su alma no se perdiese, partiendo desesperado desta vida, que le movieron,
y aun forzaron, a decir que si Quiteria quería dársela, que él se contentaba, pues todo era dilatar por
un momento el cumplimiento de sus deseos.
Luego acudieron todos a Quiteria, y unos con ruegos, y otros con lágrimas, y otros con eficaces
razones, la persu[a]dían que diese la mano al pobre Basilio; y ella, más dura que un mármol y más
sesga que una estatua, mostraba que ni sabía ni podía, ni quería responder palabra; ni la
respondiera si el cura no la dijera que se determinase presto en lo que había de hacer, porque tenía
Basilio ya el alma en los dientes, y no daba lugar a esperar inresolutas determinaciones.
Entonces la hermosa Quiteria, sin responder palabra alguna, turbada, al parecer triste y pesarosa,
llegó donde Basilio estaba, ya los ojos vueltos, el aliento corto y apresurado, murmurando entre los
dientes el nombre de Quiteria, dando muestras de morir como gentil, y no como cristiano. Llegó, en
fin, Quiteria, y, puesta de rodillas, le pidió la mano por señas, y no por palabras. Desencajó los ojos
Basilio, y, mirándola atentamente, le dijo:
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