–Pues lo primero que digo –dijo–, es que el vulgo tiene a vuestra merced por grandísimo loco, y a
mí por no menos mentecato. Los hidalgos dicen que, no conteniéndose vuestra merced en los
límites de la hidalguía, se ha puesto don y se ha arremetido a caballero con cuatro cepas y dos
yugadas de tierra y con un trapo atrás y otro adelante. Dicen los caballeros que no querrían que los
hidalgos se
opusiesen a ellos, especialmente aquellos hidalgos escuderiles que dan humo a los zapatos y toman
los puntos de las medias negras con seda verde.
–Eso –dijo don Quijote– no tiene que ver conmigo, pues ando siempre bien vestido, y jamás
remendado; roto, bien podría ser; y el roto, más de las armas que del tiempo.
–En lo que toca –prosiguió Sancho– a la valentía, cortesía, hazañas y asumpto de vuestra merced,
hay diferentes opiniones; unos dicen: "loco, pero gracioso"; otros, "valiente, pero desgraciado";
otros, "cortés, pero impertinente"; y por aquí van discurriendo en tantas cosas, que ni a vuestra
merced ni a mí nos dejan hueso sano.
–Mira, Sancho –dijo don Quijote–: dondequiera que está la virtud en eminente grado, es
perseguida. Pocos o ninguno de los famosos varones que pasaron dejó de ser calumniado de la
malicia. Julio César, animosísimo, prudentísimo y valentísimo capitán, fue notado de ambicioso y
algún tanto no limpio, ni en sus vestidos ni en sus costumbres. Alejandro, a quien sus hazañas le
alcanzaron el renombre de Magno, dicen dél que tuvo sus ciertos puntos de borracho. De Hércules,
el de los muchos trabajos, se cuenta que fue lascivo y muelle. De don Galaor, hermano de Amadís de
Gaula, se murmura que fue más que demasiadamente rijoso; y de su hermano, que fue llorón. Así
que, ¡oh Sancho!, entre las tantas calumnias de buenos, bien pueden pasar las mías, como no sean
más de las que has dicho.
–¡Ahí está el toque, cuerpo de mi padre! –replicó Sancho.
–Pues, ¿hay más? –preguntó don Quijote.
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