–Quiero decir –dijo don Quijote– que, cuando la cabeza duele, todos los miembros duelen; y así,
siendo yo tu amo y señor, soy tu cabeza, y tú mi parte, pues eres mi criado; y, por esta razón, el mal
que a mí me toca, o tocare, a ti te ha de doler, y a mí el tuyo.
–Así había de ser –dijo Sancho–, pero cuando a mí me manteaban como a miembro, se estaba mi
cabeza detrás de las bardas, mirándome volar por los aires, sin sentir dolor alguno; y, pues los
miembros están obligados a dolerse del mal de la cabeza, había de estar obligada ella a dolerse
dellos.
–¿Querrás tú decir agora, Sancho –respondió don Quijote–, que no me dolía yo cuando a ti te
manteaban? Y si lo dices, no lo digas, ni lo pienses; pues más dolor sentía yo entonces en mi espíritu
que tú en tu cuerpo. Pero dejemos esto aparte por agora, que tiempo habrá donde lo ponderemos y
pongamos en su punto, y dime, Sancho amigo: ¿qué es lo que dicen de mí por ese lugar? ¿En qué
opinión me tiene el vulgo, en qué los hidalgos y en qué los caballeros? ¿Qué dicen de mi valentía,
qué de mis hazañas y qué de mi cortesía? ¿Qué se platica del asumpto que he tomado de resucitar y
volver al mundo la ya olvidada orden caballeresca? Finalmente, quiero, Sancho, me digas lo que
acerca desto ha llegado a tus oídos; y esto me has de decir sin añadir al bien ni quitar al mal cosa
alguna, que de los vasallos leales es decir la verdad a sus señores en su ser y figura propia, sin que la
adulación la acreciente o otro vano respeto la disminuya; y quiero que sepas, Sancho, que si a los
oídos de los príncipes llegase la verdad desnuda, sin los vestidos de la lisonja, otros siglos correrían,
otras edades serían tenidas por más de hierro que la nuestra, que entiendo que, de las que ahora se
usan, es la dorada. Sírvate este advertimiento, Sancho, para que discreta y bienintencionadamente
pongas en mis oídos la verdad de las cosas que supieres de lo que te he preguntado.
–Eso haré yo de muy buena gana, señor mío –respondió Sancho–, con condición que vuestra
merced no se ha de enojar de lo que dijere, pues quiere que lo diga en cueros, sin vestirlo de otras
ropas de aquellas con que llegaron a mi noticia.
–En ninguna manera me enojaré –respondió don Quijote–. Bien puedes, Sancho, hablar libremente
y sin rodeo alguno.
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