–¿Qué te parece desto, Sancho? –dijo don Quijote–. ¿Hay encantos que valgan contra la verdadera
valentía? Bien podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo, será
imposible.
Dio los escudos Sancho, unció el carretero, besó las manos el leonero a don Quijote por la merced
recebida, y prometióle de contar aquella valerosa hazaña al mismo rey, cuando en la corte se viese.
–Pues, si acaso Su Majestad preguntare quién la hizo, diréisle que el Caballero de los Leones, que de
aquí adelante quiero que en éste se trueque, cambie, vuelva y mude el que hasta aquí he tenido del
Caballero de la Triste Figura; y en esto sigo la antigua usanza de los andantes caballeros, que se
mudaban los nombres cuando querían, o cuando les venía a cuento.
Siguió su camino el carro, y don Quijote, Sancho y el del Verde Gabán prosiguieron el suyo.
En todo este tiempo no había hablado palabra don Diego de Miranda, todo atento a mirar y a notar
los hechos y palabras de don Quijote, pareciéndole que era un cuerdo loco y un loco que tiraba a
cuerdo. No había aún llegado a su noticia la primera parte de su historia; que si la hubiera leído,
cesara la admiración en que lo ponían sus hechos y sus palabras, pues ya supiera el género de su
locura; pero, como no la sabía, ya le tenía por cuerdo y ya por loco, porque lo que hablaba era
concertado, elegante y bien dicho, y lo que hacía, disparatado, temerario y tonto. Y decía entre sí:
–¿Qué más locura puede ser que ponerse la celada llena de requesones y darse a entender que le
ablandaba[n] los cascos los enca[n]tadores? Y ¿qué mayor temeridad y disparate que querer pelear
por fuerza con leones?
Destas imaginaciones y deste soliloquio le sacó don Quijote, diciéndole:
–¿Quién duda, señor don Diego de Miranda, que vuestra merced no me tenga en su opinión por un
hombre disparatado y loco? Y no sería mucho que así fuese, porque mis obras no pueden dar
testimonio de otra cosa. Pues, con todo esto, quiero que vuestra merced advierta que no soy tan loco
ni tan menguado como debo de haberle parecido. Bien parece un gallardo caballero, a los ojos de su
rey, en la mitad de una gran plaza, dar una lanzada con felice suceso a un bravo toro; bien parece un
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