–¿Leoncitos a mí? ¿A mí leoncitos, y a tales horas? Pues, ¡por Dios que han de ver esos señores que
acá los envían si soy yo hombre que se espanta de leones! Apeaos, buen hombre, y, pues sois el
leonero, abrid esas jaulas y echadme esas bestias fuera, que en mitad desta campaña les daré a
conocer quién es don Quijote de la Mancha, a despecho y pesar de los encantadores que a mí los
envían.
–¡Ta, ta! –dijo a esta sazón entre sí el hidalgo–, dado ha señal de quién es nuestro buen caballero:
los requesones, sin duda, le han ablandado los cascos y madurado los sesos.
Llegóse en esto a él Sancho y díjole:
–Señor, por quien Dios es, que vuesa merced haga de manera que mi señor don Quijote no se tome
con estos leones, que si se toma, aquí nos han de hacer pedazos a todos.
–Pues, ¿tan loco es vuestro amo –respondió el hidalgo–, que teméis, y creéis que se ha de tomar con
tan fieros animales?
–No es loco –respondió Sancho–, sino atrevido.
–Yo haré que no lo sea –replicó el hidalgo.
Y, llegándose a don Quijote, que estaba dando priesa al leonero que abriese las jaulas, le dijo:
–Señor caballero, los caballeros andantes han de acometer las aventuras que prometen esperanza
de salir bien dellas, y no aquellas que de en todo la quitan; porque la valentía que se entra en la
juridición de la temeridad, más tiene de locura que de fortaleza. Cuanto más, que estos leones no
vienen contra vuesa merced, ni lo sueñan: van presentados a Su Majestad, y no será bien detenerlos
ni impedirles su viaje.
–Váyase vuesa merced, señor hidalgo –respondió don Quijote–, a entender con su perdigón manso
y con su hurón atrevido, y deje a cada uno hacer su oficio. Éste es el mío, y yo sé si vienen a mí, o no,
estos señores leones.
Y, volviéndose al leonero, le dijo:
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