costillas. Pues en verdad que esta vez han dado salto en vago, que yo confío en el buen discurso de
mi señor, que habrá considerado que ni yo tengo requesones,
ni leche, ni otra cosa que lo valga, y que si la tuviera, antes la pusiera en mi estómago que en la
celada.
–Todo puede ser –dijo don Quijote.
Y todo lo miraba el hidalgo, y de todo se admiraba, especialmente cuando, después de haberse
limpiado don Quijote cabeza, rostro y barbas y celada, se la encajó; y, afirmándose bien en los
estribos, requiriendo la espada y asiendo la lanza, dijo:
–Ahora, venga lo que veniere, que aquí estoy con ánimo de tomarme con el mesmo Satanás en
persona.
Llegó en esto el carro de las banderas, en el cual no venía otra gente que el carretero, en las mulas, y
un hombre sentado en la delantera. Púsose don Quijote delante y dijo:
–¿Adónde vais, hermanos? ¿Qué carro es éste, qué lleváis en él y qué banderas son aquéstas?
A lo que respondió el carretero:
–El carro es mío; lo que va en él son dos bravos leones enjaulados, que el general de Orán envía a la
corte, presentados a Su Majestad; las banderas son del rey nuestro señor, en señal que aquí va cosa
suya.
–Y ¿son grandes los leones? –preguntó don Quijote.
–Tan grandes –respondió el hombre que iba a la puerta del carro–, que no han pasado mayores, ni
tan grandes, de Africa a España jamás; y yo soy el leonero, y he pasado otros, pero como éstos,
ninguno. Son hembra y macho; el macho va en esta jaula primera, y la hembra en la de atrás; y
ahora van hambrientos porque no han comido hoy; y así, vuesa merced se desvíe, que es menester
llegar presto donde les demos de comer.
A lo que dijo don Quijote, sonriéndose un poco:
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