Tuve que contestar, aunque me diese mucha vergüenza por el
Portugués, que papá estaba sin empleo.
-Está esperando; le prometieron muchas cosas...
-Bueno, vamos a ver de qué se trata.
Desató los trapos pegados a la herida e hizo un "¡hum!" que
impresionaba. Comencé a hacer un gestito de llanto. Pero el Portugués vino
por detrás a socorrerme.
Me sentaron encima de una mesa llena de sábanas blancas. Un montón
de instrumentos aparecieron. Y yo comencé a temblar. Y no temblaba más
porque el Portugués apoyó mi espalda sobre su pecho y me sujetaba los
hombros con fuerza y al mismo tiempo con cariño.
-No va a doler mucho. Cuando acabe todo te llevaré a tomar un refresco
y a comer galletas. Si no lloras te compro caramelos con figuritas de artistas.
Entonces me inventé el mayor coraje del mundo. Las lágrimas bajaban
y yo dejé hacer todo. Me dieron algunos puntos y hasta una inyección
antitetánica. Aguanté hasta las ganas de vomitar. El Portugués me agarraba
con fuerza, como si quisiera que un poco del dolor le pasara a él. Con su
pañuelo me enjugaba los cabellos y el rostro, mojados por el sudor. Parecía
que aquello no iba a terminar nunca. Pero acabó al fin.
Cuando me llevó al coche venía contento. Me compró todo lo que me
había prometido. Solo que yo no tenía ganas de nada. Parecía que me
habían arrancado el alma por los pie
-Ahora no puedes ir a la escuela, muchachito.
Estábamos en el coche y yo me sentaba bien cerca de él, rozando su
brazo, casi complicando sus maniobras.
-Te voy a llevar cerca de tu casa. Inventa cualquier cosa. Puedes decir
que te golpeaste en el recreo y que la maestra te mandó a la farmacia...
Lo miré con gratitud.
-Eres un hombrecito valiente, muchachito.
Le sonreí, lleno de dolor, pero dentro de ese dolor acababa de descubrir
algo muy importante. El Portugués se había trasformado ahora en la persona
que yo más quería en el mundo.
3
CONVERSACIONES DE AQUÍ Y ALLÁ
89