no sabía cómo detener la sangre. Apretaba con fuerza el tobillo para
disminuir el dolor. Tenía que aguantar firme. Estaba acercándose la noche y
con ella vendrían papá, mamá y Lalá. Cualquiera que me encontrase así me
pegaría; y hasta podía ser que cada uno de ellos me pegara sucesivamente
una zurra. Subí desorientado y me fui a sentar saltando en un solo pie,
debajo de mi naranjo-lima. Me dolía todavía más, pero ya me habían pasado
las ganas de vomitar.
-Mira, Minguito.
Minguito se horrorizó. Era como yo: no le gustaba ver sangre.
-¿Qué hacer, Dios mío?
Totoca sí que me ayudaría, pero ¿dónde estaría a esas horas?
Quedaba Gloria; debería estar en la cocina. Era la única a quien no le
gustaba que me pegaran tanto podía ser que me tirara de las orejas o me
pusiera en penitencia de nuevo. Pero había que intentarlo.
Me arrastré hasta la puerta de la cocina, estudiando la manera de
desarmar a Gloria. Estaba bordando una toalla. Me quedé sin saber qué
hacer y esa vez Dios me ayudó. Me miró y vio que estaba con la cabeza
baja. Resolvió no decir nada porque me encontraba en penitencia. Mis ojos
se hallaban llenos de lágrimas y gimoteé. Tropecé con los ojos de Gloria,
que me miraban. Su manos habían dejado de bordar.
-¿Qué pasa, Zezé?
-Nada, Godóia... ¿Por qué nadie me quiere?
-Eres muy travieso.
-Hoy ya me pegaron tres veces, Godóia.
-¿Y no lo merecías?
-No es eso. Es como si nadie m e quisiera, y aprovechan para pegarme
por cualquier cosa.
Gloria comenzó a sentir conmoverse su corazón de quince años. Yo me
daba cuenta.
-Creo que lo mejor es que mañana me atrepellen en la Río-San Pablo y
quede todo golpeado.
Entonces las lágrimas bajaron en torrentes de mis ojos.
-No digas tonterías, Zezé. Yo te quiero mucho.
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