Test Drive | Page 83

-¡Seguro! Espera ahí que voy a buscar el cajoncito. Minguito había crecido mucho. Para subir a su silla se hacía necesario colocar debajo el cajoncito de lustrar. -Listo, ahora vamos a conversar. Desde lo alto me sentía el rey del mundo. Paseaba la vista por el paisaje, por el pastizal, por los pájaros que venían a buscar comida allí. De noche, ni bien la oscuridad iba llegando, otro Luciano comenzaba a dar vueltas por encima de mi cabeza, tan alegre, como si fuese un aeroplano del Campo dos Alfonsos. Al comienzo, hasta Minguito se admiró de que yo no tuviese miedo del murciélago, porque en general todos los chicos tenían terror. Pero hacía días que Luciano no aparecía. Seguramente había encontrado otros "campos dos alfonsos" en otros lugares. -Viste, Minguito, las guayaberas de la casa de la Negra Eugenia ya comienzan a amarillear. Las guayabas ya están en tiempo. Lo malo es que ella me agarra. Minguito. Hoy ya recibí tres coscorrones. Estoy aquí porque me pusieron en penitencia... Pero el diablo me dio la mano para descender y me empujó hasta la cerca de las plantas. El vientecito de la tarde comenzó a traer o inventar el olor de las guayabas hasta mi nariz. Mira aquí, aparta un gajito ahí, escucha que no haya ruido... y el diablo hablando: "Anda, tonto, ¿no ves que no hay nadie? A esta hora ella debe haber ido a la despensa de la japonesa. ¿Don Benedicto? ¡Nada! El está casi ciego y sordo. No ve nada. Te da tiempo a escapar si te descubre...". Seguí la cerca hasta el zanjón y me decidí. Antes le indiqué por señas a Minguito que no hiciera barullo. En ese momento mi corazón se había acelerado. La Negra Eugenia no era para jugar. Tenía una lengua que solo Dios sabía. Venía paso a paso, sin respirar, cuando su vozarrón partió desde la ventana de la cocina. -¿Qué es eso, chico? Ni siquiera tuve la idea de mentir diciéndole que había ido a buscar una pelota. Me lancé a la carrera y, ¡listo!, salté dentro del zanjón. Mas allá adentro me esperaba otra cosa. Un dolor tan grande que casi me hizo gritar; pero si lo hacía recibiría doble castigo: primero, por haber huido de la penitencia; segundo, porque estaba robando guayabas en casa del vecino. Acababa de clavárseme un trozo de vidrio en el pie izquierdo. Todavía atontado por el dolor, me arranqué el trozo de vidrio. Gemía bajito y veía mezclarse la sangre con el agua sucia del zanjón. ¿Y ahora? Con los ojos llenos de lágrimas conseguí sacarme el vidrio incrustado, pero 83