-¡Seguro! Espera ahí que voy a buscar el cajoncito.
Minguito había crecido mucho. Para subir a su silla se hacía necesario
colocar debajo el cajoncito de lustrar.
-Listo, ahora vamos a conversar.
Desde lo alto me sentía el rey del mundo. Paseaba la vista por el
paisaje, por el pastizal, por los pájaros que venían a buscar comida allí. De
noche, ni bien la oscuridad iba llegando, otro Luciano comenzaba a dar
vueltas por encima de mi cabeza, tan alegre, como si fuese un aeroplano del
Campo dos Alfonsos. Al comienzo, hasta Minguito se admiró de que yo no
tuviese miedo del murciélago, porque en general todos los chicos tenían
terror. Pero hacía días que Luciano no aparecía. Seguramente había
encontrado otros "campos dos alfonsos" en otros lugares.
-Viste, Minguito, las guayaberas de la casa de la Negra Eugenia ya
comienzan a amarillear. Las guayabas ya están en tiempo. Lo malo es que
ella me agarra. Minguito. Hoy ya recibí tres coscorrones. Estoy aquí porque
me pusieron en penitencia...
Pero el diablo me dio la mano para descender y me empujó hasta la
cerca de las plantas. El vientecito de la tarde comenzó a traer o inventar el
olor de las guayabas hasta mi nariz. Mira aquí, aparta un gajito ahí, escucha
que no haya ruido... y el diablo hablando: "Anda, tonto, ¿no ves que no hay
nadie? A esta hora ella debe haber ido a la despensa de la japonesa. ¿Don
Benedicto? ¡Nada! El está casi ciego y sordo. No ve nada. Te da tiempo a
escapar si te descubre...".
Seguí la cerca hasta el zanjón y me decidí. Antes le indiqué por señas a
Minguito que no hiciera barullo. En ese momento mi corazón se había
acelerado. La Negra Eugenia no era para jugar. Tenía una lengua que solo
Dios sabía. Venía paso a paso, sin respirar, cuando su vozarrón partió desde
la ventana de la cocina.
-¿Qué es eso, chico?
Ni siquiera tuve la idea de mentir diciéndole que había ido a buscar una
pelota. Me lancé a la carrera y, ¡listo!, salté dentro del zanjón. Mas allá
adentro me esperaba otra cosa. Un dolor tan grande que casi me hizo gritar;
pero si lo hacía recibiría doble castigo: primero, por haber huido de la
penitencia; segundo, porque estaba robando guayabas en casa del vecino.
Acababa de clavárseme un trozo de vidrio en el pie izquierdo.
Todavía atontado por el dolor, me arranqué el trozo de vidrio. Gemía
bajito y veía mezclarse la sangre con el agua sucia del zanjón. ¿Y ahora?
Con los ojos llenos de lágrimas conseguí sacarme el vidrio incrustado, pero
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