fuese el de una vaca en el campo. Y él pasaba estirado, dueño de toda esa
belleza, con la cara más severa del mundo. Nadie se atrevía a trepar sobre
su rueda trasera. Decían que pegaba, mataba y amenazaba capar al intruso
antes de matarlo. Ningún chico de la escuela se atrevía, o se había atrevido
hasta ahora. Cuando estaba conversando sobre eso con Minguito, me
preguntó.
-¿Nadie, de veras, Zezé?
-Seguro, nadie. Ninguno tiene coraje. Sentí que Minguito se estaba
riendo, casi adivinando lo que yo pensaba en ese momento.
-¿Y tú estás loco por hacerlo, no?
-Estar. . . estoy. Pero me parece que...
-¿Qué es lo que piensas? '
Ahí el que se había reído era yo.
-A ver, di.
-¡Eres curioso como el diablo!
-Siempre acabas contándome todo; no aguantas.
-¿Sabes una cosa, Minguito? Yo salgo de casa a las siete, ¿no?
Cuando llego a la esquina son las siete y cinco. Bueno, a las siete y diez el
Portugués detiene el coche en la esquina del cafetín del "Miseria y Hambre"
y se compra un paquete de cigarrillos... Un día de estos cobro coraje, espero
hasta que él suba al coche, y ¡zas!...
-No tienes coraje para eso.
-¿Que no tengo? Ya vas a ver, Minguito.
Ahora mi corazón estaba dando saltos. El coche detenido; él bajaba. El
desafío de Minguito se mezclaba a mi miedo y mi coraje; no quería ir, pero
una pequeña vanidad empujaba mis pasos. Di vueltas al bar y me quedé
medio escondido contra la pared. Aproveché para meter las zapatillas dentro
de la cartera. El corazón saltaba tan fuerte que tenía miedo de que sus
golpes se escuchasen dentro del bar; salió sin haberme notado siquiera. Oí
que la puerta se abría...
-¡Ahora o nunca, Minguito!
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